Ritmos de crecimiento alto no son un derecho divino. Más bien han sido la excepción alrededor del mundo y a lo largo de la historia. Latinoamérica, por ejemplo, viene creciendo al 1% por los últimos años. Y Estados Unidos, el mejor de los países desarrollados, registra tasas de 2%. Hay países que se van largos periodos sin crecimiento alguno: los 80 fueron una “década perdida” en Latinoamérica, al igual que los últimos 10 años en el sur de Europa.
Es todavía más inusual encontrar tasas de crecimiento altas en países con ingresos per cápita medianos, como Panamá. Esto, porque ya no cuentan con mano de obra barata como un punto de partida para triunfar en las industrias más básicas. Y se ven abocados a competir con países más desarrollados que suelen tener ventajas como institucionalidad fuerte y gran acumulación de capital. Se puede decir que el ingreso per cápita es como un embudo donde, a medida que un país escala, resulta más difícil y exigente ascender.
¿Qué hay de las predicciones halagüeñas que tienen para nuestra economía organismos internacionales, analistas de Wall Street y economistas locales? Ojalá acierten, pero es un hecho notorio que estos tienden a dar pronósticos demasiado optimistas. Tal vez para no ser “rompe grupo”, por conflictos de interés, por las fuentes que utilizan, o porque se limitan a extrapolar el pasado reciente, etc. En todo caso, aquí de nuevo, la información anecdótica de empresarios y personas en la calle tiende a ser más acertada y de avanzada.
Ahora bien, puede ser fácil lograr crecimientos altos en el PIB en forma temporal, si se aumenta el gasto echando mano del crédito, cuando está disponible en forma abundante y hasta irracional. Esto aplica a ambos sectores, público y privado. Es como si el vecino aumenta su nivel de vida liquidando activos y contratando préstamos. A nadie se le ocurriría pensar que es más rico por ello.
Lograr crecimiento económico alto en forma sostenible y prolongada ya es otra cosa, pues requiere austeridad, para poder ahorrar e invertir. Algo sumamente difícil y que tomaría mucho liderazgo en una democracia “electorera”. Se trata de acumular capital para aumentar la productividad, es decir, la riqueza generada por hora por trabajador. Solo de esta forma los salarios pueden aumentar en forma orgánica sin crear inflación.
En el sector público gastos como subsidios, planillas abultadas, derroche y desperdicio restan directamente a la inversión. También las grandes sumas que se gastan para mantener una seguridad social cuyo diseño quedó desactualizado con relación a realidades como el aumento en la expectativa de vida. Lo mismo sucede con proyectos con costos exagerados y utilidad dudosa, que resultan ser más consumo que inversión. La realidad es que hay que escoger una cosa o la otra, porque, a la larga, “gastadera” y crecimiento no van juntos.
El otro componente necesario para crecer es eliminar distorsiones. Es decir, que los recursos vayan a sus usos más productivos. Tolerar la incomodidad que producen a algunos sectores el cambio y la “destrucción creativa” que caracteriza al capitalismo según Schumpeter. El hecho de que algunas industrias vayan en declive y otras en ascenso, por lo menos en términos relativos. En Estados Unidos, por ejemplo, en el siglo XIX el 80% de la fuerza laboral trabajaba en el agro, comparado con menos del 2% hoy. A la misma vez la comida es hoy más abundante y barata que nunca, al punto de que la obesidad se ha convertido en el principal problema de salud. Mientras tanto, el resto de la fuerza laboral quedó liberada para producir todos los nuevos bienes y servicios que forman parte de la vida moderna. En otras palabras, cualquier medida que introduzca rigidez, que obstaculice la competencia y el cambio, que busque mantener las cosas estáticas va en detrimento del dinamismo y el crecimiento. El proteccionismo, por ejemplo, con nombres como “sustitución de importaciones” es la medicina económica más ensayada y documentada. Su efecto siempre es lucrativo para pequeños intereses especiales que lo promueven con gran tesón, pero nefasto para las grandes mayorías. Ni hablar del caso de Panamá que, por su posición geográfica y pequeña escala, claramente le conviene mantener una economía abierta.
Resumiendo, el verdadero crecimiento económico requiere de libertades económicas, ahorro e inversión. El populismo, aplicado con la excusa de proteger y redistribuir, va directamente en contravía. Así lo demuestra la historia reciente de Latinoamérica, donde el derroche y la ineficiencia han hecho que países con gran potencial se mantengan estancados o en decadencia, y sus índices de desarrollo humano se desplomen.
El autor es financista