La “novedad” que ahora recorre el país se llama “reforma constitucional”. Igual fue en 2014 en razón de la promesa de la administración Juan Carlos Varela, como también lo había hecho Ricardo Martinelli en su momento. Ambas administraciones prometieron, pero no cumplieron. Los cambios a la ley fundamental quedaron en espera. Ahora, después de pasar por el Consejo de Gabinete, el proyecto de reformar es llevado, sin ninguna modificación, a la Comisión de Gobierno de la Asamblea Nacional. La propuesta elaborada en el “Consejo de la Concertación Nacional para el desarrollo”, esfera de la más amplia consulta, según lo ha señalado el mismo presidente de la Comisión. Así, el “buen gobierno” da cumplimiento a lo prometido.
Las reformas constitucionales son necesarias en determinados contextos políticos. Hoy, indiscutiblemente, lo son. El desbarajuste institucional y una democracia fallida nos dice que sí es urgente. En efecto, el sentido más útil socialmente que emerja de un esfuerzo como ese (el de producir los cambios), estaría en refundar la institucionalidad, en darle otra cara al país en cuanto a cómo funcionan, cómo se integran, cómo se expresan y persisten los altos cargos de la administración pública, y en ello la justicia, así como el resto de los órganos del Estado.
En Panamá, desde 1972 con la carta magna de los militares, hemos transitado por cuatro reformas a la Constitución (1978, 1983, 1994 y 2005). La que está al frente, ya en el recinto parlamentario, nos impone un reto esencial, una oportunidad que no debe ser malograda.
El “revisionismo tipo parche”, sin negar los avances en cada coyuntura, ha dominado el escenario reformista, y la “debilidad” con que opera el régimen constitucional al desgarrársele con tanta facilidad, no es culpa en todo caso del texto escrito, sino del poder que está detrás. Pensamos que los problemas álgidos que sufre Panamá, ahora agudizados, van mucho más allá de la Constitución; más allá de esas hojas escritas carentes de cultura política y, en ausencia de esta cultura, y en presencia, más bien, de una mentalidad antidemocrática, sin vocación ni voluntad, no habrá Constitución alguna, por más perfecta que parezca, que haga reinar el Estado de derecho y, mucho menos, la democracia. Aún así, vale experimentar con otro régimen que no sea el que hasta ahora ha imperado.
Desde nuestro punto de vista, reformar la Constitución no debe ser, por lo que significa para la estabilidad del país, un juego de coyunturas, de acuerdos, de postulados que suponen ser “buenos” por el solo hecho de ser consensuados, quizás por aquel mito de que las mayorías siempre tienen la razón. Sin embargo, se corre el riesgo de estar dejando por fuera aquellos cambios que sí tocan el fondo de la institucionalidad que debe ser saneada, y que lleva a temas superficiales que dejan muchas dudas de que estemos ante un verdadero planteamiento que reorienta la base institucional del Estado.
El proyecto del Consejo de la Concertación lo consideramos un punto de partida, un esfuerzo de reconocimiento, pero que requerirá de una mirada detenida que mejore lo ahí sugerido y que considere materias pasadas por alto.
