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CULTURA POLíTICA

Revoluciones sociales

Revoluciones sociales
Revoluciones sociales

El término “revolución” es utilizado con mucha laxitud para describir fenómenos políticos que no son propiamente revolucionarios. En Panamá, por ejemplo, a la dictadura que se entronizó a partir del golpe militar 50 años atrás (1968) le dio por denominar “revolución” a la serie de cambios impuestos por los amos del poder para buscarle alguna legitimidad a su autocracia y perpetuar su control sobre el país. El pueblo, siempre irreverente, transmutó el proceso “revolucionario” en “robolucionario”, aludiendo así a la naturaleza cleptocrática del torrijismo.

El golpe de 1968 y la dictadura subsecuente no produjeron una revolución, término que el antropólogo estadounidense Richard W. Patch definió en 1961 como una “convulsión profundamente significativa” en la que las instituciones políticas y sociales “cambian a formas nuevas e inesperadas”. Una manera interesante de clasificar este fenómeno distingue entre revoluciones políticas y sociales.

Las primeras producen transformaciones en el ámbito político, sin modificar las estructuras sociales. Ejemplos clásicos son la revolución inglesa del siglo XVII y la estadounidense, en la centuria siguiente. La revolución social , de acuerdo con el profesor Blasier (1967), “un cambio súbito y exhaustivo en la estructura y valores de una sociedad, iniciado por medios violentos”.

Según la doctora Skocpol (1979), el sector social que normalmente se rebela en una revolución de este tipo es el campesinado y los casos paradigmáticos ocurrieron en Francia, Rusia y China. En su estudio sobre revoluciones y guerrillas en América Latina (1992), el profesor Wickham Crowley va más allá y establece que las revoluciones sociales no ocurren sin el apoyo activo del campesinado.

América Latina ha tenido revoluciones sociales en Haití (1791), México (1910), Bolivia (1952), Cuba (1959) y Nicaragua (1979), pero no en Panamá. Las primeras tres impulsaron la agenda del liberalismo político.

La revolución haitiana, desdeñada y denigrada, fue—probablemente—la de mayor alcance, pues representó el rechazo violento a la esclavitud, el racismo y el colonialismo, tres males instituidos por la dominación europea en América. Amplió el ideal revolucionario francés a las etnias oprimidas, pues en Francia, el alcance de los preceptos liberales de libertad, igualdad y fraternidad se había circunscrito a los hombres de raza blanca.

Las revoluciones en México y Bolivia plantearon el liberalismo social como fórmula política legítima. En Cuba y Nicaragua, la revolución se decantó por el marxismo, lo que significa que en ambos países se estatizó la economía y se descartaron las instituciones democráticas.

Tras casi 60 años de autocracia, en tiempos recientes Cuba ha experimentado una tímida apertura, principalmente en el ámbito económico. En Nicaragua, una década de dictadura pretendidamente marxista dio paso, en 1990, a un sistema político competitivo.

Después de algunos años de mal funcionamiento, dicho sistema ha degenerado en una nueva tiranía dinástica, con muy poco de socialismo y mucho de cleptocracia y nepotismo, bajo el mismo líder revolucionario que gobernó en la década de 1980 y su estrafalaria consorte. El régimen actual, encabezado por la impresentable pareja Ortega-Murillo, es muy semejante al corrupto y cruel despotismo del clan Somoza, contra el cual aquel dúo dinámico luchó durante la insurgencia sandinista.

El episodio de la historia panameña que más se acerca a una revolución social no es el torrijismo, sino la revuelta de los indígenas de Coclé, bajo la dirección de Victoriano Lorenzo, en 1900-1902. Precisamente, por sus implicaciones profundamente revolucionarias, dicho alzamiento causó alarma no solo en el campo gobiernista (conservador), sino también, eventualmente, en el bando rebelde (liberal), cuyo programa buscaba, exclusivamente, cambios políticos.

Además, como lo recuerda el profesor Wickham Crowley (pág. 162), las cúpulas de ambos partidos históricos colombianos compartían orígenes e intereses de clase, por lo que el proyecto de reivindicaciones sociales muy básicas liderado por Victoriano Lorenzo representaba una peligrosa amenaza al dominio de los estratos superiores.

Desde esta óptica puede entenderse mejor la captura y enjuiciamiento del guerrillero coclesano, por un tribunal militar colombiano presidido nada menos que por Esteban Huertas, el cual procesó a Lorenzo y lo condenó a muerte, en violación del acuerdo de paz firmado a bordo del acorazado Wisconsin, de la armada estadounidense, el 21 de noviembre de 1902. Con su fusilamiento, 115 años atrás (1903), se puso fin al conato de revolución social más claramente definido en Panamá.

El autor es politólogo e historiador y director de la maestría en relaciones internacionales en Florida State University, Panamá.


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