El Código Penal de 1916 contemplaba en sus artículos 502 y 503 la reglamentación de los delitos de “Amenazas y coacciones”.
El artículo 502 disponía que quien amenazare con un mal constitutivo de delito, sería sancionado con la mitad de la pena correspondiente al delito con que amenazare, si la amenaza se hubiere hecho “exigiendo una cantidad, o imponiendo cualquiera otra condición, aunque no sea ilícita, y el culpable hubiese conseguido su propósito; y con la tercera parte si no lo hubiera conseguido” (numeral 1) o “con seis meses a un año de prisión si la amenaza no fuere condicional” (numeral 2).
El artículo 503 concedía al amenazado el derecho a exigir caución del amenazador de no ofenderlo y, en su defecto, quedaba sujeto a la vigilancia de la autoridad.
“El Código de 1916 - nos dicen Muñoz R. y Guerra de Villalaz –fue de corta duración. Su factura española no tuvo simpatía en la sociedad panameña, por lo que se encomendó al doctor Juan Lombardi la redacción de un nuevo Código, proyecto que fue aprobado mediante la Ley 6ª de 17 de noviembre de 1922” (Derecho Penal panameño – Parte General – página 97).
El Código de 1922 distinguía entre delitos y faltas, señalando en el inciso segundo del artículo 1 que “las infracciones de la ley penal se dividen en delitos y faltas: las últimas las define y castiga el Código Administrativo”, siguiendo así la tradición que venía de antes, ya que dicho Código Administrativo de 1916 ya definía y castigaba las faltas.
Entre estas últimas, tipificaba y sancionaba en diversos artículos las amenazas y la lesión contra personas con incapacidad menor de 30 días, (art. 956), por excepción a las que contempla el Código Penal actual que sólo tipifica como delito las lesiones que sobrepasan de 30 días de incapacidad.
Con la distinción hecha al respecto por el Código Penal de 1922, se evitaba la dualidad establecida con el Código de 1916 y el Código Administrativo, dualidad que podría causar conflicto entre las disposiciones de ambos códigos que fueran contradictorias.
En el Código Administrativo tenemos el artículo 932, que sanciona con pena de uno a doce balboas o de dos a 24 días de arresto. Y agrega: “Si la provocación o amenaza se hiciere dentro de la habilitación o predio del provocado, la pena será de catorce a sesenta días de arresto.”
El artículo 933 concede al provocado, amenazado o injuriado la facultad o derecho de querellarse, a fin de que el autor de la amenaza o provocación sea obligado a “prestar caución suficiente de observar buena conducta”.
Esta misma consecuencia, de obligar a quienes amenazan o provocan a cualquier persona a dar fianza “de buena conducta” la contempla el artículo 958 de ese mismo Código.
Por su parte, el artículo 886 reglamenta lo concerniente a la fianza de buena conducta, señalando que el condenado deberá presentar un fiador abonado, a satisfacción del jefe de la policía, que se obligará a responder por la buena conducta del fiado y si éste no la observa (la buena conducta) el fiador pagará una multa de 50 a 600 balboas y las costas, así como los daños y perjuicios ocasionados por la falta. “Tanto en este último caso como en el de que no sea presentada la fianza exigida, la autoridad de policía impondrá al culpable confinamiento por tres a seis meses”.
En el segundo inciso de este artículo dispone que en la resolución que impone la pena de dar fianza de buena conducta, “se fijará a ésta término hasta de un año o el de confinamiento subsidiario si no presentare la fianza”.
El artículo 883 del mismo Código reglamenta lo relativo al confinamiento. Dice así dicho artículo:
“Al condenado a sufrir la pena de confinamiento se le señalará el lugar donde deba cumplirla dentro de la República, y se le remitirá custodiando, si fuere necesario, al Jefe de Policía del Distrito donde debe cumplir la pena, para que vigile al penado y lo obligue a presentarse a su despacho cada día. Si éste violare el confinamiento, se le impondrá arresto, aumentando con una tercera parte del período que le faltare del confinamiento.”
El bien jurídico protegido, nos dice la jurisprudencia del Tribunal Supremo de España, en el que la amenaza es un delito y no una falta, “es la libertad de la persona y el derecho que todos tienen al sosiego y a la tranquilidad personal en el desarrollo normal y ordenado de su vida” (Código Penal español, comentarios y jurisprudencia, editorial Colex, página 306).
Esta jurisprudencia es también aplicable, a nuestro juicio, cuando la amenaza constituye solamente una falta.
Quizá la levedad de las penas previstas en el Código Administrativo se presta a que personas de poca educación no se sientan atemorizadas por el castigo, sintiéndose por ello impunes. Sería entonces conveniente señalar sanciones más severas.
Sea de todo ello lo que fuere, hay una conclusión indiscutible: nadie puede andar libremente amenazando con dar un puñete a otro, como matón de pueblo y mucho menos pregonar enfrentamientos entre guarda espaldas de amenazador y amenazado, al mejor estilo del Chicago de los años 30 del siglo pasado, cuando imperaba la ley de Capone y de sus adversarios.
Ni siquiera las amenazas veladas, como las proferidas por quien, arrogándose facultades justicieras, pregona como actitud propia frente a trabajo comunitario concedido a otro, que “… el trabajo comunitario será para nosotros cuando nos encontremos con ese asqueroso delincuente en la vía pública”, que resulta más de temer cuando proviene de quien mantiene lazos de amistad o, peor aún, de familiaridad con personas o empresas que han sido objeto de pesquisas que trascienden nuestras fronteras por sospechas de actividades al margen de la ley.
Es menester tener presente, en caso de que la amenaza provenga de quien goza del principio de especialidad inherente a toda extradición, que dicho principio solamente cubre los delitos y faltas cometidos por el beneficiado hasta su entrega al Estado requirente, como lo reconoce la doctrina (ver P. Aymond “Extradition” in Encyclopédie Dalloz T. I página 829 No. 382; y Dumont, Jean “Extradition” in Encyclopédie Juridique-Repertoire de Droit International T. II No. 243).
Resulta de ello que el principio de especialidad no es una patente de corso a favor del extraditado quien, a partir de su entrega al Estado requirente, es responsable penalmente de los delitos y faltas cometidos de allí en adelante, pudiendo ser juzgado por estas.
El autor es abogado y secretario de la Association Henri Capitant, Capítulo de Panamá
