De acuerdo con Justo Arosemena, cuyo bicentenario celebramos este año, “la administración de justicia es el fin cardinal del gobierno que han establecido los hombres”. En la propia patria de don Justo, sin embargo, la administración de justicia es una porquería.
Uso esta palabra conscientemente y apegado a su acepción de “acción sucia o indecente” que le da el Diccionario de la Lengua Española (www.rae.es). Como si hicieran falta pruebas de que las acciones judiciales son sucias e indecentes, la semana pasada la Corte Suprema de Justicia nos regaló un nuevo exabrupto, relacionado con el caso “Finmeccanica” y la fraudulenta adquisición de radares inservibles durante el gobierno anterior (La Prensa, 31 de agosto).
La Corte Suprema es uno de los componentes del sistema judicial, que consiste además de los tribunales y juzgados inferiores, el Ministerio Público con sus procuradores, fiscales y personeros, y los órganos de justicia comunitaria (actualmente, las corregidurías). Otros organismos del Estado, incluyendo dependencias del gobierno central, también ejercen funciones jurisdiccionales (por ejemplo, a través de la jurisdicción coactiva establecida en algunas entidades).
Todo este sistema está podrido. Ni los tribunales ni las fiscalías ni los juzgados ni las personerías ni las corregidurías funcionan para administrar justicia, sino para favorecer al mejor postor. La historia de esa descomposición se remonta a la dictadura militar, en cuyos inicios se desbarató la independencia judicial, como cuidadosamente lo explica Miguel Antonio Bernal en su obra Militarismo y administración de justicia, cuya lectura es recomendable para entender el escandaloso fenómeno que a todos afecta.
Otra particularidad del sistema es que opera peor en los lugares más apartados, donde la calidad del funcionario es inferior y la falta de supervisión y seguimiento permite que la corrupción y la ineficacia medren con mayor libertad. Tiempo atrás, el juzgado mixto de La Palma (Darién) falló un caso de acaparamiento de tierras en favor del denunciado, un funcionario del Ministerio de Desarrollo Agropecuario (MIDA), quien evidentemente usa su influencia para apropiarse de bienes del Estado.
Sigue nombrado en su puesto y al MIDA le importa un bledo. Ese ministerio siquiera contesta las solicitudes de información que se le envían. Así contribuye a la transparencia y al manejo correcto de la cosa pública.
En el mismo circuito judicial de Darién, el fiscal omitió tomar acción frente a una denuncia por delitos contra el ambiente y el ordenamiento territorial, presentada en mayo de 2016. Sencillamente, dejó vencer el plazo. En marzo de 2017, alegando que había “vencido en exceso el término que establece el artículo 2033 del Código Judicial, para la instrucción del sumario”, solicitó sobreseimiento al juzgado mixto antes mencionado.
La procuradora general de la Nación, quien se presenta ante la opinión pública como “víctima” de amenazas y persecuciones, debe reconocer que el organismo que dirige está tan penetrado por la corrupción y la incompetencia como el resto del sistema; que los funcionarios a su cargo actúan con mediocridad y arbitrariedad; y que con ello contribuyen a las inaceptables carencias de la administración de justicia.
Si los juzgados y fiscalías no funcionan, menos funcionan los órganos de justicia comunitaria. La corregiduría es la instancia judicial más cercana a los ciudadanos, pero en La Palma (como en muchas otras partes), la corregidora no cita a los invasores de tierras ni a los taladores furtivos.
La brillante solución que se adoptará a partir de enero de 2018 es reemplazar a los corregidores por “jueces de paz”, como si estuviéramos en un ambiente de civilidad y respeto anglosajón, y no de salvajismo y venalidad tercermundista. Estos “jueces de paz”, por cierto, estarán adscritos al Órgano Judicial, una rama putrefacta del Estado panameño, liderada por la Corte Suprema de Justicia.
Una certera descripción de su podredumbre está contenida en el cable enviado por la embajada de Estados Unidos en Panamá al Departamento de Estado el 22 de julio de 2005. “Los magistrados”, dice el informe, “operan la corte como un negociado. Toman sus decisiones luego de calcular cuidadosamente los beneficios políticos y financieros que puedan obtener ellos mismos, sus amistades y sus patrones políticos.”
“Manejan la corte”, agrega, “con fines de lucro, sin considerar los preceptos legales, las necesidades del país o el bien común”. Mejor no hubiese podido decirse.
El autor es catedrático de ciencias políticas y director de la maestría en relaciones internacionales
