Hoy afrontamos una dificultad cuando se acerca el Adviento de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, hecho que usual y popularmente llamamos Navidad. El problema radica en algo aparentemente simple, pero que requiere ser explicado.
Los judeocristianos entendemos que existe un solo Dios verdadero, invisible, al que adoramos y veneramos aunque no lo veamos. Creemos, además, que por amor a su creación —nosotros— y para permitir la reconciliación con Él al final de los tiempos, tras el pecado de Adán y Eva, envió a su Hijo, Jesús. Este, luego de su peregrinar en la tierra y de construir el puente de la salvación espiritual, antes de unirse al Padre nos dejó al Defensor, es decir, al Espíritu Santo: el Dios uno y trino.
En su infancia, Jesús recibió la visita de los Magos de Oriente, quienes lo adoraron y le ofrecieron presentes dignos de un rey, sacerdote y mártir. Esta historia de salvación es, para los creyentes, motivo de alegría, unión familiar y reflexión personal sobre cómo cada quien acoge esa oferta de una relación recta con Dios.
Quienes celebran la Navidad son cristianos de muchas denominaciones. Es importante señalarlo, porque en pueblos no cristianos —aunque encantados con las decoraciones y recetas navideñas— se han adaptado navidades sin Jesús ni su significado cristiano, muy estéticas y llamativas, pero vaciadas de contenido espiritual.
Por otra parte, numerosos países no cristianos producen artículos destinados exclusivamente al consumo de los cristianos durante fiestas religiosas, especialmente entre Navidad y Epifanía, lo que ha generado distorsiones profundas del mensaje original de la Natividad, muchas veces convertidas en un atentado contra la estética y la cultura.
En países cristianos no católicos, el protagonismo suele desplazarse de Jesús hacia la figura histórica del obispo Nicolás de Mira, convertido en San Nicolás, Papá Noel, el Viejo Pascuero o Santa Claus. Las decoraciones giran a su alrededor y se privilegia la instalación de un pino —con o sin muñecos de nieve, renos, trineos y duendes—, dando lugar a una mitología navideña poblada por el Grinch, el Polo Norte y el llamado “espíritu navideño”, pero ausente del Niño Dios, el pesebre, los Magos de Oriente y el mensaje de Belén. Es una mitología no cristiana, atractiva y eficaz. ¿Cómo llegamos a perder el rumbo?
Como observador de lo que ocurre en el mundo y en mi propio barrio, veo la necesidad de examinar qué hay en nuestra mente y en nuestros corazones en esta Navidad: si hemos entendido y aceptado su mensaje religioso, cultural, ideológico y simbólico, y si lo transmitimos correctamente a nuestros hijos. Al visitar centros escolares, se enseña matemática, geografía, robótica y gramática, pero poco o nada de valores, integridad o moral cristiana.
Ojo: no es necesario andar con la Biblia o el Catecismo bajo el brazo para ser buen cristiano. Eso suele provocar rechazo y no genera frutos positivos. Cada vez es más frecuente considerar de mal gusto hablar de temas religiosos o incluso identificarse con una comunidad de fe. Ello responde, en gran medida, a la falta de buen ejemplo en el hogar y en la sociedad.
Por el ejemplo que dejan la familia, los vecinos, las autoridades y la comunidad en general, podremos vislumbrar qué clase de ciudadanos y seres espirituales serán nuestros hijos. Es necesario entender que existen dos escuelas: la primera, el hogar, donde se forman los valores, la espiritualidad y la solidaridad; la segunda, el colegio, donde se adquieren conocimientos, técnicas y herramientas de pensamiento. Ambas son complementarias y conforman una comunidad educativa.
Tener una casa decorada, una mesa bien servida y estrenar ropa o muebles es agradable. Pero queda la pregunta esencial: ¿dejamos espacio y tiempo para conmemorar y saludar a quien es el verdadero motivo de todo esto?
El autor es director de la Comisión Nacional de los Símbolos de la Nación y miembro del Club de Leones Virtual en Valores.

