Hay una atmósfera extraña en los últimos días de diciembre en todo el istmo. Es como si se mezclaran en una batidora dañada la Navidad, el Año Nuevo y costumbres que hemos ido incorporando en Panamá producto de los distintos arribos de personas de todas partes del mundo: desde la construcción del Ferrocarril (1850-1855), el Canal Francés (1880-1904) y el Canal de Panamá (1904-1914), hasta haber tenido a Estados Unidos de vecino cruzando la calle.
Esto será difícil —o imposible— de ver en otros países. Aquí hay verdadera libertad de religión y de expresión, donde distintas culturas confluyen. Cada cual hace en público y sin restricciones lo que quiere, dejando a quienes miramos una vaga sensación de película de misterio olvidada.
No sería de extrañar añadir una estrella de David a los ornamentos navideños o una menorá que recuerde el origen judío del cristianismo o la fiesta de Hanukah. Igualmente, hay una espera en pausa que pide pintar la casa y hasta retapizar los muebles —si es que no comprar nuevos—, además de utensilios y aparatos domésticos.
El cuerpo sufre compulsiones que le obligan a salir a la calle a gastar los bonos y ahorros de Navidad o el décimo tercer mes: ropa, comida… algún vicio mayor o menor.
Estamos esperanzados en que la suerte cambiará y tendremos abundancia —aunque hay que trabajar cada día para que entre la poca o mucha riqueza que ganamos— y por eso compramos toda clase de lotería, legal o ilegal. Y atraemos por otros medios a la suerte…
La mala onda que llevamos todo el año —por inconformidad, egoísmo, envidia, angurria y querer arroparnos más allá de donde la sábana puede— nos hace ir por las calles donde mercachifles inquietos venden polvos de muchos colores, con olores a sustancias inciertas, comercializados como incienso, que producen mucho humo pero poco beneficio. Entonces vemos sahumerios en muchas casas (y no todas en barrios populares, por cierto).
Comprar un manojito de arroz con una cinta roja y, a veces, una mandarina miniatura —a la que ahora le están añadiendo una mazorca—, pensando que colgar eso tras la puerta o en la ventana de la cocina hará que la despensa y la mesa no estén vacías. Tener un Buda gordo con arroz y maíz a los pies y sobarle la barriga. Poner una cáscara de naranja colgando de una ventana para que no entre la mala vibra (aunque en realidad es un vestigio del antiguo arte de desecar cáscaras de cítricos para usarlas en recetas). ¡Hasta la sábila paga impuesto colgándola de cintas rojas del techo! Cintas rojas muy asiáticas.
Y decidimos sacar mesas a la acera y vender, sin carné ni guantes, cuanta delicia se nos ocurra a vecinos y transeúntes, mezclando patitas de cerdo afeitadas con hojaldres no reposados y salchichas baratas en salsa roja con picante. Crear galletas, dulces de frutas y tamales está en el repertorio. La cosa es hacer algo para atraer ganancias.
Otros comprarán ropa interior de varios colores y correrán con maletas vacías o llenas por los cruces de calles a la medianoche del 31 de diciembre, sin importar cómo esté el semáforo. Lanzarán al aire lámparas de los ancestros con la idea de que llevan nuestros deseos a… ¿el cielo? Sin olvidar quemar estrellitas del tigre o las del chinito de Sal Si Puedes.
La consigna es hacer ruido, hacer humo, tener la mesa llena y la casa limpia porque… ¿Por qué?
Otros optan por ir a costosos restaurantes, hoteles y yates para huir de lo cotidiano y de estas costumbres populares, y empinan muchas copas de licor mirando al horizonte como si… ¿fuera a aparecer alguien con un contrato de éxito?
Eso es ser panameños —o vivir aquí—: estar a la espera en Año Nuevo. Sí: ¡bienvenido 2026, bienvenido!
El año cambiará. ¿Y tú?
El autor es director de la Comisión Nacional de los Símbolos de la Nación y miembro del Club de Leones Virtual en Valores.

