El aula es un espejo. Refleja no solo lo que el estudiante trae de casa, sino también lo que el docente lleva dentro. Si llegamos agotados, irritables o frustrados, ese estado de ánimo se filtra en la manera en que hablamos, en los gestos, en la paciencia —o la falta de ella— que mostramos.
La verdad incómoda es que enseñar en contextos adversos no es únicamente un desafío académico; es, sobre todo, un desafío emocional. Un alumno que se resiste a participar, que responde con desdén o que rompe las reglas, nos confronta directamente con nuestra propia tolerancia, autocontrol y capacidad de resiliencia.
Aquí es donde la gestión emocional se vuelve esencial. No es un concepto de moda ni un lujo reservado para talleres inspiracionales: es una competencia profesional que puede marcar la diferencia entre un docente que sobrevive y uno que prospera en su labor.
Gestionar nuestras emociones implica:
Reconocerlas sin sentirnos culpables. Sí, está bien admitir que nos sentimos frustrados o cansados.
Tomar una pausa antes de reaccionar. Unos segundos de silencio pueden evitar una respuesta que luego lamentaremos.
Recordar que el comportamiento del alumno no es un ataque personal, sino una manifestación de lo que vive.
Buscar apoyo: hablar con colegas, supervisores o incluso con profesionales si sentimos que la carga nos supera.
Un docente emocionalmente desgastado no solo pierde la pasión por enseñar, también puede, sin querer, proyectar su frustración en los estudiantes. Y eso perpetúa un ciclo de tensión que afecta el aprendizaje.
El sistema debe comprender que no se puede exigir calidad educativa si no se cuida la salud emocional de los maestros. Necesitamos espacios de escucha, redes de apoyo y políticas que prioricen el bienestar docente.
Porque, al final, un maestro que sabe gestionar sus emociones no solo enseña contenidos: enseña con el ejemplo a sus estudiantes a manejar las suyas. Y ese es un aprendizaje que vale para toda la vida.
La autora es docente y escritora.
