En un sistema educativo que mide casi todo en números y promedios, es fácil olvidar que no todos los avances pueden reflejarse en una nota.
Para muchos estudiantes, llegar a clase ya es un acto de valentía. Para otros, entregar una tarea —aunque incompleta— es un paso enorme. Para algunos, atreverse a levantar la mano, aun con miedo a equivocarse, es una conquista personal.
Las pequeñas victorias importan porque:
Construyen confianza en el estudiante.
Dan señales de progreso que motivan a seguir.
Nos recuerdan que el aprendizaje no es lineal.
Como docentes, es nuestra responsabilidad detectarlas y celebrarlas. No se trata de aplaudir cualquier cosa, sino de reconocer avances reales, por pequeños que parezcan. Un elogio específico, un comentario alentador o simplemente una mirada de aprobación pueden ser el empujón que ese estudiante necesita para seguir intentándolo.
La paciencia es clave. Un alumno que hoy se atreve a responder una pregunta podría, en unos meses, liderar un proyecto. Pero si no celebramos esos primeros pasos, corremos el riesgo de que los abandone antes de llegar más lejos.
Medir el éxito en el aula solo por las calificaciones es como juzgar un libro por su portada. La verdadera historia del aprendizaje está hecha de momentos pequeños, invisibles para las estadísticas, pero gigantes para quienes los viven.
Al final, enseñar es creer que esas pequeñas victorias, sumadas, se convierten en grandes transformaciones. Y eso, aunque no aparezca en el boletín, es la prueba más clara de que nuestra labor vale la pena.
La autora es docente y escritora.

