Otra vez: Panamá votó, y con un 34% de los votos, José Raúl Mulino ganó las elecciones. No vale ahora insultar a quienes lo apoyaron; en todo caso, debemos criticar con rigor un sistema que permite que, con tan poca representación, se instale en Las Garzas un presidente que gobierna para los suyos y que desprecia a la «mayoría» que no lo eligió, pero que sí le debe respeto y sujeción constitucional. Esta anomalía legal convierte a esa «mayoría» en una suerte de oposición ciudadana que solo puede hacer oír su voz protestando en las calles, lo cual es legítimo y está garantizado por ley.
¿Qué puede hacer el presidente? Provocar, pedir disculpas entre risas, y luego entrar en una deriva autoritaria que no es potable para ninguna democracia. Pero, si lo piensan bien, ¿qué remedio le queda al 34% frente al resto del país descontento por sus acciones? O se saca a la policía a la calle o se pierde el control, porque en este gobierno falta capacidad de escucha y altura política. Cortizo ahora parece “buenito”, y Mulino, un tipo emberracado que nadie se toma en serio, salvo por la fuerza.
A río revuelto, los nostálgicos hablan de «dictadura» —siendo ellos del PRD— como si Torrijos hubiera ganado las elecciones de 1968. Otros le reprochan al presidente su pasado civilista, como si aquel movimiento no hubiera sido respaldado por la mayoría de los panameños de entonces, o como si esa militancia lo hubiera convertido en el autoritario que es hoy. Lo que sí hacía presagiar su deriva fue su gestión como ministro de Seguridad.
El presidente puede tener comportamientos dictatoriales —o más bien autoritarios—, pero no es un dictador. No exageren. Tengan respeto por quienes de verdad han vivido bajo una dictadura en este país. No inventen escenarios indeseables: suficiente tenemos con la mala imagen que estamos proyectando, y que nadie es capaz de explicar, ni dentro ni fuera de Panamá.
El autor es escritor.

