Una de las peores ministras es la de Educación. Ya lo demostró y vuelve a demostrarlo: pocos tienen dos gobiernos para hacerlo igual o peor, pero eso no justifica que nadie haga burlas racistas. Hay que condenar estas conductas, al igual que la xenofobia escondida tras un nacionalismo ignorante que cree que, por color de piel o nacionalidad, se tiene más o menos razón, o se puede o no opinar. La mediocridad es así de atrevida.
La libertad de expresión está cada vez más comprometida en Panamá por dos vías: la oficial, que no tolera críticas, ataca cada jueves a los medios y realiza movimientos sospechosos contra ciertos agentes de opinión; y la otra, la mediocridad creciente de los propios medios: programas de opinión autocomplacientes, artículos pésimos y demasiada información de agencias, que sirven un plato frío de noticias enlatadas que indigestan al público. Este, por su parte, se presta al juego peligroso del insulto y la censura: las redes arden de cabezas huecas que son un peligro con miles de seguidores.
Mientras tanto, Panamá solo es noticia por el atraque del Juan Sebastián de Elcano, que esta vez tiene entre sus tripulantes a la princesa Leonor de Borbón. La reina Letizia —coincidiendo por casualidad con el Día de la Madre— la fue a visitar. En las imágenes de la televisión pública española, se ve que los llevaron de paseo por Panamá Viejo, y poco más: de nuestra circunstancia y de nuestra parte del relato, no se dice nada, a nadie le importa y nadie quiere hablar más que la paja que se consume dentro del país.
Seguimos ensimismados, creyendo que las viejas gestas mueven la rueda del compromiso democrático. Estamos en manos de nostálgicos y desafectos, lo que nos lleva a la mutua desconfianza y al silencio ruidoso que producen las opiniones cruzadas. Al final, nadie sabe qué decimos, y eso nos hace sospechosos.
El autor es escritor.

