La calificadora Moody’s Ratings fue clara: Panamá no está tomando decisiones. Y al no tomarlas, no genera resultados. Y al no generar resultados, podría perder el grado de inversión, estando en el último escalón antes de esa posible degradación.
Nuestro crecimiento económico, una envidia para el resto de América Latina, no es lo suficientemente sólido para contrarrestar el alza de la deuda pública ni para detener un creciente desempleo que supera los dos dígitos. Una deuda que va acompañada de intereses y pagos a capital que, para el presupuesto de 2026, serán los más altos de la historia (más de $8 mil millones), superando incluso en más del doble los cada vez más elevados ingresos del Canal de Panamá. Es decir, con esos dividendos no cancelamos ni siquiera el pago mínimo de la tarjeta de crédito (parafraseando a René Quevedo).
Agreguemos una institucionalidad en entredicho: en la cosa pública se suben los sueldos a diestra y siniestra, se jubilan con últimos salarios, se otorgan dietas elevadas en reuniones que son parte integral del trabajo del funcionario, se benefician con seguros de salud y de vida privados, se favorecen con aumentos automáticos sin ningún tipo de control ni medición profesional, académica o de resultados; además, se dilapida en bonos navideños, seguros privados de responsabilidad civil, gasolina no utilizada, búnkeres en la Asamblea Nacional, gastos de representación sin deducir y toda clase de dádivas que drenan los fondos públicos.
Adicionalmente, la economía de amiguetes que criticaba atinadamente Guillermo O. Chapman sigue intacta. Se mantienen exoneraciones e incentivos tributarios y fiscales; y como no hay nada más permanente que un subsidio temporal, estos se siguen otorgando sin conocerse mayores controles.
A esto se suma que, de repente, se nos ocurre entrar a la OCDE, un cartel creado por países ricos que se ha encargado de desmantelar nuestra competitividad corporativa y financiera. Mientras Panamá está más vigilado, nuestra competencia opera con márgenes de maniobra que a nosotros se nos niegan.
Sencillamente, ni el Órgano Ejecutivo ni la Asamblea Nacional toman las decisiones necesarias para eliminar la rigidez presupuestaria. Aumentos automáticos, asignaciones fijas y bonificaciones obligatorias constituyen enormes goteras en el presupuesto general que ningún órgano del Estado se atreve a tapar. No por otra razón nos hemos endeudado, desde agosto de 2024, en $5,818 millones (lo que promedia $16 millones diarios).
La calificadora lo dice de manera directa y tajante: Panamá está siendo altamente complaciente frente a la necesidad de cambios en políticas económicas y tributarias. El manejo fiscal, además, se está deteriorando por falta de disciplina y transparencia.
Por supuesto, el gobierno de José Raúl Mulino no es responsable de la debacle financiera e institucional que se gestó y agravó durante la administración de Laurentino Cortizo, lo que ha llevado al expresidente y a su exministro del MEF, Héctor Alexander, entre otros funcionarios, a una madriguera profunda donde nadie los ve ni los oye.
Pero tampoco el gobierno actual está tomando decisiones para agilizar la necesaria y verdadera recomposición del gasto público, que permitiría equilibrar un presupuesto general del Estado artificial, hoy forzado por leyes especiales que lo distorsionan y debilitan.
El actual ministro del MEF no oculta que el presupuesto de $34,900 millones para 2026 está maniatado por incrementos en planillas derivados de aumentos automáticos de salarios y otras leyes especiales injustificables. Pero, al igual que su antecesor, no presenta ni promueve una sola iniciativa legislativa para eliminar dichos perjuicios, aunque sea de forma gradual.
Nadie duda del interés real, la palabra atinada, el carácter firme, el prestigio y la actitud positiva en algunos temas. Por esa razón salimos de la lista de la Unión Europea, se mejoró la normativa de la Caja de Seguro Social, se puso fin al dilema migratorio en Darién y se evitó caer en el chantaje permanente de gremios educativos y sindicales con agendas ocultas.
Pero frente al cambio inminente de las leyes especiales de todo tipo, se está dejando pasar demasiado tiempo. Mientras más se prolongue, más difícil será recomponer un daño que avanza con prisa y sin pausa.
La actitud, la buena voluntad, la comunicación positiva y la seriedad frente a las calificadoras deben ir acompañadas de la toma de decisiones inminentes e impostergables. Y eso último es lo que está faltando. Mientras más tiempo transcurra, más difícil será retomar el rumbo.
El autor es abogado.

