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Cátedra de Ignorancia: Cómo opinar con seguridad… y sin entender nada

Vivimos en la era de la conexión total y, paradójicamente, en la era del pensamiento mínimo. Cualquiera con acceso a internet, datos móviles y un teclado se siente autorizado no solo a opinar, sino a pontificar desde la ignorancia más cómoda y profunda. No importa si el tema es ciencia, política, filosofía o física cuántica: ahí están ellos, los comentaristas estrella, listos para demostrar que pensar es opcional y que la comprensión lectora es, aparentemente, un privilegio en extinción.

Porque, si algo define al comentarista promedio, es su impecable incapacidad para entender lo que lee. Uno puede escribir: “Este análisis no niega la existencia del problema, solo cuestiona cómo se está abordando”, y en segundos aparece el iluminado de turno: “¡Ah, claro, entonces tú dices que no hay problema!”. Fascinante. Es como si las palabras atravesaran un filtro de distorsión emocional, una especie de traductor automático del sentido común al disparate.

Y ni hablar de la lógica: está en coma. Lo que reina es el circo de las falacias, esa colección de errores argumentativos que estos opinadores compulsivos manejan con la gracia de un mono con micrófono.

La favorita es, sin duda, la falacia ad hominem: como no pueden debatir ideas, atacan a la persona. “Seguro te pagan para decir eso”, “Tú no eres nadie para hablar de esto”, “Seguro estudiaste filosofía porque no querías trabajar”. Porque, claro, destruir al mensajero siempre es más fácil que lidiar con el mensaje.

Seguimos con la clásica falacia del hombre de paja: tergiversan lo que dijiste para poder rebatir una versión absurda. Si uno escribe que la religión no debería influir en las leyes civiles, te responden: “¡Típico ateo que quiere quemar iglesias!”. Un festival de imaginación, pero sin comprensión básica.

Luego tenemos la noble tradición de desviar el tema —también conocida como falacia red herring—, en la que, ante una crítica concreta, el comentarista responde con cualquier cosa menos lo que se le dijo. Si denuncias corrupción, replican: “¿Y por qué no hablas de lo que hizo el otro partido hace diez años?”. Ah, claro, porque una cosa tapa mágicamente a la otra. Muy conveniente. Muy mediocre.

Y qué decir de la falacia de autoridad mal aplicada. Aquí todo vale: “Lo dijo fulano en un video de YouTube”, “A mí me lo explicó un tío que sabe mucho”, “Esto lo vi en un documental buenísimo que luego borraron porque decía la verdad”. Porque, para esta gente, si alguien con voz grave lo dijo en un podcast, entonces debe ser palabra santa.

No falta la siempre útil pendiente resbaladiza: “Si permitimos esto, mañana viviremos bajo un régimen donde será ilegal respirar sin pedir permiso”. Alarmismo barato para mentes flojas. También campea la falacia ad populum: “Todo el mundo lo piensa, así que debe ser cierto”. Porque, si millones de personas creen una estupidez… entonces debe ser verdad. ¿Qué podría salir mal?

Otra estrella es la petición de principio, cuando repiten lo mismo como si con insistencia bastara: “Es así porque siempre ha sido así”. Argumento circular con efecto placebo. Y no olvidemos la adorada falacia de ignorancia: “No hay pruebas de que no sea cierto, entonces debe ser cierto”. Según esa lógica, mañana podríamos probar la existencia de dragones veganos en Marte.

Lo más preocupante —aunque también divertido, si uno ya ha perdido toda fe en la humanidad— es su orgullo por no pensar. Se sienten rebeldes, críticos, alternativos… mientras repiten las mismas ideas masticadas de fuentes dudosas. Rechazan libros, pero comparten hilos de X con emojis y mayúsculas. Dicen que “investigan”, pero no saben diferenciar un dato de una anécdota, una opinión de una evidencia, una fuente confiable de un blog conspiranoico con fondo negro y tipografía Comic Sans.

El problema no es solo que opinen sin saber, sino que lo hagan con esa mezcla de arrogancia, ignorancia y cero autocrítica. Lo que no entienden, lo tachan de mentira. Lo que no les conviene, lo llaman manipulación. Y lo que les incomoda… mejor lo ignoran.

Así que, a todos esos comentaristas de teclado valiente y neurona ausente: gracias. Ustedes son la prueba viviente de por qué la educación no debe limitarse a enseñar a leer, sino también a entender lo que se lee. Porque escribir, cualquiera puede. Pero pensar, argumentar y cuestionar… eso sí es un lujo que muy pocos se dan.

Y, mientras tanto, nosotros observamos, leemos sus respuestas y pensamos: qué hermoso es el caos… cuando se mira desde arriba.

La autora es profesora de filosofía.


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