Ah, los cobardes del anonimato. Esa especie que habita nuestras redes y comentarios, segura de sí misma… siempre que nadie sepa quién es. Son expertos en lanzar críticas sin sustento, opacar ideas valiosas y convertir cualquier conversación seria en un espectáculo de banalidades. Mientras Panamá intenta que la palabra tenga peso, ellos se dedican a sembrar ruido y confusión.
El anonimato, cuando se usa con responsabilidad, protege la libertad de expresión. Ellos lo han transformado en un escudo de cobardía. Señalan, descalifican y atacan, pero desaparecen ante la mínima exigencia de sustentar su opinión. Proponer requiere pensamiento y valentía; eso les resulta insoportable. Su estrategia consiste en la evasión y, aun así, se consideran héroes del debate.
Llegan, lanzan su comentario hiriente y se esfuman. Sus ataques son previsibles: intentan opacar, entretenerse a costa del otro, pero nada de eso deja marca. Mientras ellos se creen estratégicos, yo sigo escribiendo, disfrutando del espectáculo que generan, sin que logren moverme un milímetro.
Criticar desde la sombra es cómodo, pero no convierte en expertos a quienes carecen de argumentos. Favorecen la mediocridad, celebran la superficialidad y refuerzan la idea de que cuestionar es peligroso. Su supuesto poder es, en realidad, hilarante: creen que opacar una idea es ganar un debate.
Cada comentario vacío que lanzan es un recordatorio de su creatividad limitada. Sus palabras tienen la profundidad de un charco y la consistencia de su valentía es igual de débil. Mientras ellos juegan a esconderse detrás de seudónimos, yo escribo con claridad y sin necesidad de máscaras. Cada intento de provocarme solo confirma que su verdadera habilidad es desaparecer cuando las cosas se ponen serias.
Su rutina es predecible: criticar, desaparecer, reaparecer. Se creen estrategas del diálogo, cuando en realidad son caricaturas de lo que podría ser un debate. Intentan mostrar fuerza con insultos o banalidades, pero solo logran entretener y, de paso, reforzar mi propia posición. Cada vez que atacan, se exponen más que a mí; su cobardía es tan evidente que resulta cómica.
Por eso, queridos héroes del teclado invisible: sigan lanzando sus críticas desde la comodidad de la sombra. Yo seguiré escribiendo, reflexionando y demostrando que el debate serio no necesita máscaras ni excusas. Sus intentos de intimidar son previsibles y risibles; sus palabras, ligeras como el aire que las sostiene.
Pero aquí viene la reflexión ética: la libertad de expresión es un derecho, pero también un deber. La posibilidad de opinar desde el anonimato no nos exime de responsabilidad. Cada palabra que lanzamos, aunque no tenga nuestro nombre, tiene consecuencias. Criticar, insultar o descalificar debería ser un acto consciente, no un juego de invisibles. La ética digital nos invita a preguntarnos: ¿qué aporta nuestro comentario al diálogo? ¿Estamos construyendo o destruyendo?
En definitiva, Panamá, los “valientes invisibles” son cómicos por accidente: intentan opacar y solo muestran su falta de coraje. Mientras ellos juegan en la penumbra, yo sigo en la cancha, con ironía, claridad y la certeza de que sus palabras no me afectan. Y mientras reímos de su absurdo, queda la pregunta ética abierta: ¿cómo usamos nuestra libertad sin traicionar la responsabilidad de nuestras palabras?
La autora es profesora de filosofía.


