El sermón de Portobelo convirtió la fe en diagnóstico nacional y devolvió a la Iglesia un papel que incomoda al poder.La peregrinación anual en homenaje al Cristo Negro —que en el periodo colonial desafió incluso las tormentas para evitar su traslado a Cartagena— volvió a ser escenario de un mensaje trascendente.
El obispo Manuel Ochogavía pronunció, en esa magna celebración, una homilía que desbordó el ámbito religioso:
“La justicia sigue ciega, muda y atada, sirviendo a los intereses de aquellos que solo quieren seguir lucrando a costa del dolor de cada uno de nosotros”,sentenció el prelado agustino.
Una multitud inundaba el templo caribeño, contiguo a la antigua aduana, puerto que en tiempos coloniales fue epicentro del comercio. Historia, religión y denuncia directa se entrelazaron en un mismo acto: corrupción, desigualdad y abandono institucional fueron el blanco de sus palabras.
No citó por su nombre a José Raúl Mulino, sin embargo, el objetivo de Ochogavía era claro: el poder político que detenta.
“Aquí hay mucha gente que viene hoy a pedir trabajo porque no lo hay. Aquí hay mucha gente que ha venido hoy a pedir salud porque no la hay.”Y concluyó con una advertencia que se convirtió en eco nacional:“La Iglesia no va a ser intermediaria entre los corruptos y el pueblo.”
El mensaje coincide con el malestar generado por la reactivación del proyecto de Río Indio, el afán oficial por reabrir el yacimiento de Donoso y la forma en que el Gobierno ha manejado las protestas sociales. Mulino ha insistido en que “sectores de la Iglesia y grupos de izquierda radical están mintiendo olímpicamente sobre el proyecto Río Indio.”
El diferendo es más que un cruce de declaraciones: expresa un choque entre dos legitimidades. La Iglesia se asienta en la autoridad moral y espiritual que aún conserva influencia real en la vida nacional; el Gobierno, en la autoridad institucional emanada del mandato de gobernar.
Pocos actores pueden interpelar al Ejecutivo con la fuerza simbólica de la Iglesia. Refuerza esa capacidad la figura de Ochogavía, heredero del lenguaje social de Francisco, quien lo designó obispo.
El arzobispo José Domingo Ulloa, vicentino y con prestigio en Roma, representa una jerarquía que no renuncia a la mediación, pero que también se distancia del silencio complaciente.
Mulino, por su parte, privilegia la lógica del orden y la productividad. Su discurso combina pragmatismo económico con un rechazo apenas disimulado hacia la protesta social.La restauración de la iglesia San Felipe de Portobelo fue un gesto conciliador, pero no alcanzó para revertir la distancia. La colisión se mantiene: una Iglesia que denuncia los excesos del poder y un Ejecutivo que percibe la crítica como obstáculo al desarrollo.
El episodio de Portobelo no es aislado: condensa la disputa por el relato moral del país. Entre ambos discursos se mueve una sociedad que oscila entre la fe y la frustración, entre la esperanza y la desconfianza en las instituciones.
La tensión no se disipará pronto. En el lenguaje del púlpito, la corrupción es pecado; en el del Gobierno, un expediente cerrado. En ese contraste se explica el poder de la palabra eclesial y la incomodidad del Estado ante una voz que no busca votos, sino conciencia y reflexión moral.
Panamá vuelve a presenciar un diálogo forzado entre moral y política.
El Cristo Negro, símbolo de resistencia y devoción popular, escuchó este año dos rezos distintos: el del pueblo que pide justicia y el del poder que exige obediencia.
El autor es periodista y filólogo.

