Como anteayer fue 4 de julio, hubiera querido dedicar esta columna a una celebración de la independencia de ese país que hasta recientemente era para mí un modelo de democracia estable y funcional, a pesar de sus muchas fallas. Ciertamente, esa era mi apreciación de Estados Unidos cuando dejé de escribir hace 10 años. Había tomado nota de algunas tendencias inquietantes en el ambiente político estadounidense pero ni remotamente me imaginé la catástrofe que venía.
Ustedes pensarán que me refiero a la presidencia de Donald Trump pero no, la catástrofe va más allá. Lo que no pude “celebrar” este 4 de julio es que la democracia en Estados Unidos está desmoronándose.
No lo digo yo; lo dicen los expertos. Según Freedom House, una ONG estadounidense que anualmente publica un análisis del estado de las libertades políticas y civiles en 210 países, Estados Unidos ha estado en un proceso continuo de debilitamiento democrático desde 2009, perdiendo 11 puntos solo en la última década. Ha descendido tanto que Panamá y Estados Unidos ahora tienen el mismo puntaje (83/100) en cuanto a la calidad de su democracia. Increíble pero cierto.
Finlandia, Suecia y Noruega tienen puntaje perfecto de 100 y otros países por encima de Estados Unidos en el ranking de Freedom House incluyen a Canadá (98), Uruguay (96), Japón (96), Chile (94) y Argentina (85). Así de mal está Estados Unidos; Freedom House estima que hasta Argentina se lo gana.
Paralelamente, The Economist Intelligence Unit tiene a Estados Unidos calificado como “flawed democracy” (democracia imperfecta) desde 2016, citando tres factores principales: 1) un sistema partidista fracasado, que ha causado parálisis gubernamental; 2) creciente populismo y polarización; 3) creciente desconfianza en el gobierno. Estas condiciones existían antes de que Trump apareciera y ayudaron a llevarlo al poder, observa The Economist. Los resultados de las elecciones de 2020 y 2022 permitieron sentir cierto alivio, pero Estados Unidos sigue encarando una crisis política gravísima.
En cuanto a las grietas que señala The Economist, es indudable que ellas existían antes de que Trump entrara en escena. La tragedia es que él las supo explotar para llegar a la Casa Blanca, convertir al Partido Republicano en perrito faldero, y llevar a su país al borde de lo que pudiera terminar en un estado fallido o una guerra civil.
Los votantes estadounidenses han debido reconocer el peligro de Trump a tiempo, en 2016, y ciertamente deberían reconocerlo ahora, cuando los hechos lo han desnudado. Me es absolutamente incomprensible que él tenga un nivel de apoyo popular que casi lo reelige en 2020 y que ahora amenaza con devolverlo al poder.
Según las encuestas, 60% de los republicanos niega que Biden ganó limpiamente en 2020. Mientras que yo, por el contrario, admiro hasta los cielos a Brad Raffensperger, funcionario republicano en Georgia, quien se negó a actuar fraudulentamente en 2016 cuando Trump lo llamó para presionarlo a que “encontrara” 11,780 votos que cambiarían el resultado en ese estado.
Ni hablemos del asalto armado al Capitolio que Trump instigó luego para prevenir que se certificara el resultado de la elección. Estas actuaciones por sí solas debieran descalificarlo para siempre como candidato a la presidencia, aún si el resto de su actuar político hubiera sido irreprochable (que no lo ha sido, ni de lejos). Pero esos mismos republicanos que niegan la legitimidad de Biden dicen que votarán por Trump en 2024 aunque salga condenado de los casos penales que tiene pendientes.
El hecho triste es que el “retroceso democrático comienza en las urnas”. Ese es el mensaje central de uno de los libros más deprimentes que he leído en muchos años: “Cómo mueren las democracias” (“How Democracies Die”), por Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, profesores de Harvard. Antes, las democracias morían a golpes, literalmente.
Ahora, las democracias mueren poquito a poco. Un pueblo incauto elige líderes de tendencias autocráticas y entonces cierra los ojos a lo que está ocurriendo.
El autócrata y sus secuaces aprovechan debilidades institucionales y vacíos jurídicos para arrogarse más y más poder y cambiar las reglas del juego, presentando cada retroceso como algo justificado por razones de pandemia, seguridad, la economía, o para “perfeccionar” la democracia.
El pueblo, por inercia e incomprensión, se deja llevar. Otros actores políticos y de la sociedad civil se hacen cómplices, por intimidación o velando por sus propios intereses.
Un día, el país se despierta a la realidad de que la autocracia ha consolidado su poder irreversiblemente. Fin del cuento.
La autora es abogada y periodista jubilada

