El presidente prometió en campaña la constituyente; una vez en el poder concluyó que era inconveniente, y ahora, a punto de concluir su mandato, la propone, paralela y coetánea con las elecciones.
A la constituyente paralela se llega: mediante iniciativa ciudadana avalada con la firma del 20 % de los electores al 31 de diciembre del año anterior, calculados hoy en 2 millones y tres cuartos , por lo que, acogida la iniciativa por el Tribunal Electoral, los promotores cuentan con seis meses para reunir más de 550 mil firmas, misión prácticamente imposible. (2) Por convocatoria de las dos terceras partes de la Asamblea Nacional, solución prácticamente impensable bajo las circunstancias actuales. (3) Por convocatoria del Ejecutivo, ratificada por mayoría absoluta de diputados, única probable.
Coronada alguna de las tres modalidades, el Tribunal Electoral convocará para no antes de tres ni más allá de seis meses, a la elección de 60 constituyentes, quienes tendrán no menos de seis ni más de nueve meses para entregar el texto de la nueva Constitución al Tribunal. Recibido el texto, lo publicará inmediatamente y lo someterá a referéndum no antes de tres ni más allá de seis meses. El periplo, en el mejor de los casos, es de 12 meses y varios días; en el peor, de 27 meses y varios más.
Queda en exclusivas manos del Tribunal Electoral conjugar el sistema para elegir a los convencionales, sin más guía que procurar la representación proporcional de los panameños de todas las provincias y comarcas, de acuerdo con la población electoral, y permitiendo, además de la partidaria, la libre postulación.
Los 60 favorecidos quedan en absoluta libertad de dotarnos de las normas constitucionales que a bien tengan, excepto de las que seguramente más quisieran: hacerlas retroactivas, despedir a los funcionarios electos o designados y asumir los derechos y deberes de la otra Asamblea.
Presumiendo –lo que ya es mucho pedir - que al menos en esta peripecia los términos, las convocatorias, las reglamentaciones y las elecciones se den sin contratiempo alguno y sean del agrado de tirios y troyanos, y que los 60 investidos revistan la capacidad, seriedad y voluntad de dotar al país de una carta magna mejor que la actual, ¿cuál es esa? ¿La que quiere el lector? ¿El que escribe? ¿El elector sin imposición ni engaño? o ¿la que decidan los diputados constituyentes por mayoría de 31 votos?
Imaginémonos cómo podría quedar conformada tal constituyente; qué disímiles grupos de intereses, posiciones y creencias particulares pretenderían elevar sus normas a rango constitucional; qué consabidos grupos tradicionales pretenderían evitar que se modifiquen sus canonjías, al contrario de que se confirmen y amplíen. ¡Espantado quedo!
Es impensable que los constituyentes empiecen de cero. Es de esperarse que partan de un proyecto. ¿Cuál? ¿De quién? ¿Por qué?
Seamos prudentes. La constituyente originaria rompe el orden constitucional y no hay fundamento para ello. La paralela no garantiza la elección de constituyentes más idóneos que los diputados en ejercicio. Ambas son cajas de Pandora en las que hay más probabilidades de que salgan cosas malas que buenas.
La constituyente pareciera un ejercicio poco juicioso. Si resolver los males que aquejan al país fuera tan fácil como convocar a una constituyente que dicte una nueva Constitución, qué fácil sería resolver los problemas primordiales del panameño: seguridad, salud, educación, agua, transporte, empleo, etc.
A lo mejor sería más fructífero inducir mediante presión popular al actual y al próximo gobierno a acordar un acto constitucional con reformas puntuales a los órganos Judicial, Legislativo y Ejecutivo, cuyo modesto contenido las haga paladeables a los políticos en ejercicio, que son, a fin de cuentas, quienes pueden dárnosla sin traumas.
Haciéndome eco de bien pensadas propuestas, mantendría el nombramiento de los magistrados de la Corte Suprema en manos del Ejecutivo – lo malo no ha sido el sistema, sino su implementación- pero establecería un período mínimo de tres meses entre la presentación de la propuesta a la Asamblea y la discusión y aprobación por parte de esta, dando así tiempo suficiente para que diputados y opinión pública calibren sus virtudes y defectos. Y, para rubricar el acierto de la designación, exigiría el voto favorable del 75% de los diputados.
El autor es abogado
