Imaginemos una sociedad donde solo unos pocos son los que gobiernan e imponen sus formas de pensar a los demás; donde el actuar se justifica como las acciones más benevolentes y loables posibles; donde no importa si esas acciones afectan a una minoría: lo importante es que la mayoría salga beneficiada.
Esas son las sociedades en las que nos encontramos viviendo hoy en día. Las democracias ilimitadas han sido utilizadas y deformadas para permitir, bajo la excusa del “bien común”, usar sus poderes por encima de los ciudadanos con la finalidad de hacer una vida más “feliz” y “próspera” para todos.
Ya no se busca evitar que las mayorías pasen por encima de las minorías mediante las leyes y la justicia. Hoy por hoy, las democracias ilimitadas han terminado siendo buenismos autoritarios, donde desde una élite intelectual con “superioridad moral” y “mayores conocimientos” se dictamina y se ejerce, mediante el monopolio de la fuerza de los Estados, cómo debe vivir una sociedad para alcanzar el bienestar común (sea este el que defina esa misma mayoría).
La diferencia entre un dictador, un monarca o un totalitario y el buenista autoritario es que este último te vende, mediante el poder de los sentimientos, que todo lo que hace y propone es para el bien común, que sus acciones son para beneficio de la sociedad y no por intereses personales.
Pero si nos cuestionáramos esos argumentos, nos daríamos cuenta de que no hay ninguna diferencia entre todos ellos. Cada uno ha actuado y hecho lo que ha hecho porque el fin último era el bienestar de la sociedad: protegerla de los enemigos, de las ideas contrarias que “envenenan” la mente colectiva.
Para el buenismo autoritario solo vale una idea: la de ellos. Sus capacidades no provienen ya del poder de la Iglesia o de Dios; ahora son otorgadas por la sociedad mediante el voto y la democracia. El voto, según ellos, los convierte en los hombres más capacitados y desinteresados, en contraposición al egoísmo y al individualismo que tanto “ha pervertido a la sociedad”. Ahora son ellos quienes, con su moral y su desinterés, buscan mediante el Estado imponer las “buenas ideas”: aquellas que, como sociedad, permitirán el bienestar, la igualdad y acabarán con las injusticias que vivimos.
Cualquiera que se atreva a contradecirlos o tener ideas contrarias al buenista autoritario es una amenaza para el bien común y la sociedad. Para el buenista, las nuevas ideas, la racionalidad y la verdad deben ser censuradas y calladas para siempre. Proteger a la sociedad de los “peligros del sentido común” justifica los medios para hacerlo. El buenista usa la democracia para venderle a los ciudadanos que ellos gobernarán y que se tomarán en cuenta sus ideas —incluidas las más irracionales e intolerantes—, donde no importa el sacrificio de unos pocos si al final esto produce un bienestar para la mayoría.
Lamentablemente, el camino está forjado de buenas intenciones, y generalmente eso es lo que termina ocurriendo: venderse como salvadores, como forjadores de la paz y la prosperidad. Pero, por otro lado, usar el monopolio de la fuerza del Estado para imponer esas ideas termina socavando las instituciones y produce los efectos contrarios. Acabamos todos con un gobernante “benevolente” que justifica los peores actos en la justicia social y en sus buenas intenciones.
El autor es miembro de la Fundación Libertad.
