Pocas figuras dentro del aparato estatal despiertan tanto recelo —y con razón— como la de la contratación directa. En teoría, esta modalidad permite a las instituciones del Estado contratar bienes y servicios sin pasar por los filtros de una licitación pública, supuestamente en casos excepcionales: emergencias, urgencias o situaciones donde el tiempo y la eficacia sean factores críticos. Pero en la práctica, se ha convertido en una ruta rápida, opaca y peligrosamente habitual para comprometer fondos públicos sin los debidos controles.
Ejemplos recientes, como los contratos directos autorizados para realizar mejoras a la Casa de la Municipalidad en el Casco Antiguo —uno por $142,432 con la empresa Construcciones Sanjur, S.A., y otro por $29,960 con Gasa Solutions Services, S.A.—, evidencian cómo esta figura ha pasado de ser la excepción a una rutina cuestionable. ¿Por qué no se licita públicamente? ¿Qué justifica no abrir el proceso a la competencia, si se trata de mejoras planificadas y no de una emergencia imprevista?
La Ley 22 de 2006, que regula las contrataciones públicas en Panamá, establece que la licitación pública es la regla general para asegurar la transparencia, igualdad de oportunidades y mejor uso del dinero público. Las contrataciones directas están previstas, sí, pero bajo condiciones específicas, debidamente justificadas y documentadas. No obstante, con preocupante frecuencia se usan como atajo discrecional, amparándose en tecnicismos o interpretaciones flexibles que, en vez de proteger el interés ciudadano, lo vulneran.
Este mecanismo, lejos de fomentar la eficiencia, erosiona la confianza pública. Favorece el amiguismo, la asignación de contratos por afinidades políticas o conveniencias personales, y deja la puerta abierta al sobreprecio y la improvisación. A menudo, las empresas beneficiadas parecen seleccionadas no por su trayectoria o capacidad, sino por su proximidad con el poder.
Pero lo más indignante es el doble discurso de la clase política. Los mismos actores que en campaña prometen erradicar la opacidad y garantizar licitaciones limpias, son los que, una vez en el poder, abusan de esta figura con una naturalidad pasmosa. Lo que ayer denunciaban con énfasis moral, hoy lo ejecutan con cinismo administrativo.
Y mientras tanto, ¿dónde está la Contraloría General de la República? La institución que debería ser garante del buen uso de los recursos públicos parece haber adoptado un rol meramente protocolar. Muy rara vez cuestiona, objeta o revierte contrataciones directas; pareciera limitarse a sellar y archivar. Esa inacción sistemática también debe ser objeto de crítica y reforma.Frente a este panorama, cabe una pregunta incómoda pero necesaria: ¿por qué no se legisla para que toda contratación directa tenga que ser aprobada por un órgano independiente, ajeno al poder ejecutivo o municipal? Un comité técnico, ciudadano o interinstitucional podría evaluar si efectivamente existen razones objetivas para prescindir de una licitación pública. Y más aún: ¿por qué no establecer responsabilidad penal para los funcionarios que abusen de esta figura sin justificación válida?
No se trata de obstaculizar la gestión pública ni de convertir cada gasto en una carrera burocrática. Se trata de garantizar que cada centavo del erario sea invertido con transparencia, eficiencia y equidad. El acceso a los contratos estatales no puede seguir siendo privilegio de unos pocos elegidos a dedo.
La ciudadanía no puede resignarse a la normalización de este tipo de prácticas. Las contrataciones directas, tal como se aplican hoy, son un síntoma de un sistema que prioriza la discrecionalidad sobre la transparencia. Mientras no exista voluntad política real para limitar su uso y sancionar su abuso, seguirán siendo una grieta por donde se escapa la confianza pública.
El autor es máster en administración industrial.

