Hace unos días participé en un evento donde se rindió tributo a la obra del legendario arquitecto Ricardo Holzer (q.e.p.d.). Holzer fue un refugiado judío nacido en Viena, Austria, que emigró a Panamá junto con sus padres luego de la anexión alemana de Austria, hacia 1938. Quien hizo la presentación fue el arquitecto Edwin Brown, otra leyenda de la arquitectura panameña.
Previo al evento, el arquitecto Brown me comentó que Holzer le había dicho que sus padres escogieron Panamá por ser un sitio de tránsito y comercio donde convivían personas de diversos orígenes, incluyendo algunos judíos. En la introducción al evento, tuve la oportunidad de referirme al tema de la diversidad étnico-religiosa y cultural de nuestro país. Mi conclusión generó algo de revuelo… y hasta risas.
Muchos dicen que Panamá es un “crisol de razas”. Me atrevo a disentir. No somos un crisol. Un crisol es un recipiente donde se derriten distintos metales para formar una sola aleación. Luego del derretido, cada metal pierde su identidad y la aleación adopta una nueva. Panamá no es un crisol: es un sancocho.
El sancocho más básico tiene seis ingredientes: agua, sal, culantro, orégano, pollo (o gallina) y ñame. Hay sancochos más elaborados a los que se les agrega yuca, otoe, carne, e incluso maíz.
Desde los puntos de vista social, demográfico y etnográfico, en Panamá conviven muchos grupos humanos. El primero son los pueblos originarios que habitan el istmo desde antes de la colonia. Por ignorancia los llamamos indios o indígenas, pero nada tienen que ver con la India. Son los primeros panameños y por eso los llamamos originarios. Luego vinieron los europeos y sus descendientes. Poco después, los africanos. Más tarde llegaron —y siguen llegando— inmigrantes de todo el mundo, cada uno con su cultura, idioma, costumbres y religión.
En este país conviven personas con creencias, idiosincrasias, rasgos y culturas variadas. En sus calles vemos a miembros de pueblos originarios con su indumentaria tradicional, campesinos con sombreros pintados, personas provenientes de la India y el Medio Oriente, y residentes musulmanes con su galabiya o vistiendo el hiyab. Vemos a ministros de cultos helénicos, católicos y de otras religiones con sus vestimentas sagradas. Observamos a ciudadanos judíos con su kipá, y a afroantillanos con sus ropas tradicionales.
Solo una vez en mi vida escuché a alguien burlarse de la apariencia o vestimenta de un ciudadano o residente de un grupo minoritario. Me dolió mucho, aunque me consuela que fue solo una vez. Ese es el punto de este artículo. La mayoría de los panameños aprecia la diversidad étnica de nuestro país, y esa diversidad es lo que nos hace grandes. Cada grupo preserva su identidad sin negar la identidad común que compartimos como orgullosos panameños.
Cada miembro de cada grupo étnico es especial por sí mismo, así como cada ingrediente del sancocho es sabroso por separado. Pero el sancocho completo —al igual que la suma de todos los grupos etno-religiosos que aquí convergen— es verdaderamente excepcional. Eso solo puede darse en un país donde se valoran la tolerancia, la diversidad y, por encima de todo, la convivencia pacífica y la solidaridad humana.
Así como Ricardo Holzer transformó positivamente la arquitectura panameña, siendo un inmigrante de origen y religión minoritarios, cada uno de nosotros —sin importar nuestro origen nacional, racial o religioso— es un ingrediente clave. Juntos, conformamos una sociedad admirable. Nada como un buen sancocho.
El autor es Senior Fellow del Mossavar-Rahmani Center for Business and Government de la Harvard Kennedy School.
