Hace unas semanas, Panamá vivió un hecho sin precedentes recientes: la suspensión del servicio de Internet público y de la telefonía móvil en toda la provincia de Bocas del Toro. La medida, ordenada por el Ministerio de Gobierno y confirmada por la Autoridad Nacional de los Servicios Públicos (ASEP), se extendió por 10 días calendario y coincidió con la suspensión de garantías constitucionales bajo la figura legal del Estado de Urgencia. Entre los derechos restringidos estuvieron la libertad de tránsito, la libertad de expresión, la libertad de reunión y el hábeas corpus.
En las democracias sólidas, el acceso a Internet se protege como un habilitador de derechos. La ONU lo reconoce como un derecho humano fundamental. Cortar la conectividad de miles de personas no solo interrumpe la comunicación: impacta el trabajo remoto, la educación a distancia, el acceso a información vital y los medios de subsistencia.
Quiero detenerme en uno de esos derechos: el derecho al trabajo. El Internet se ha convertido en un recurso imprescindible para miles de personas, especialmente quienes trabajan de forma remota, emprenden en línea o estudian a distancia. ¿Qué pasó con los ingresos de esas personas durante esos días? ¿Quién responde por la afectación a su sustento en una economía ya debilitada?
Esta acción desconoce lo que es en esencia el Internet: una red de redes abierta, segura y confiable. Organizaciones como la Internet Society advierten de la necesidad de mantener la conectividad en toda democracia y de los riesgos de fragmentar el ecosistema digital.
En redes sociales, algunos celebraron la suspensión sin dimensionar el impacto real: miles de familias quedaron incomunicadas, sin acceso a información, a servicios básicos o a sus seres queridos. Peor aún, los organismos nacionales llamados a proteger los derechos de la ciudadanía guardaron un silencio alarmante, renunciando a ejercer el contrapeso necesario frente a una medida que recuerda, con crudeza, prácticas de los años más oscuros de nuestra historia.
Un hecho de esta magnitud —una suspensión de garantías no vista desde la dictadura— deja a miles sin voz ni conexión, y al país más lejos de consolidar una democracia plena. En 2012, una suspensión de la telefonía celular durante protestas en Chiriquí precedió a la muerte y lesiones de cientos de personas, en su mayoría de comunidades indígenas.
Nuestra joven nación tampoco ha regulado el acceso a Internet como un derecho en la legislación nacional, ni ha abierto una discusión seria sobre la fragmentación de la red. Igualmente, urge normar la infraestructura crítica vinculada a Internet, especialmente siendo Panamá un nodo estratégico para las telecomunicaciones regionales.
Internet es un catalizador de cambio social, una herramienta vital para el desarrollo y para reducir brechas estructurales. Puede transformar sociedades y garantizar un espacio seguro para el ejercicio de derechos, incluso en áreas donde el Estado no logra llegar.
Para ello, se requiere un abordaje integral y multisectorial. Ningún país democrático ha desarrollado Internet confiando en un solo actor. Se necesita la participación de la sociedad civil, de las empresas tecnológicas, del sector técnico que construye la red, de la academia que investiga y forma profesionales, y, por supuesto, del gobierno. Espacios existentes en Panamá —como las iniciativas nacionales y regionales del Foro de Gobernanza de Internet o la próxima Cumbre de las Américas— muestran que el país está listo para discutir, con franqueza y respeto, los próximos pasos en una conversación nacional y regional.
Un diálogo profundo y un mejor entendimiento del Internet entre hacedores de políticas públicas y distintos sectores de la sociedad es urgente y necesario, antes de que la desconexión deje de ser la excepción y se convierta en la norma.
El autor es presidente del Capítulo de Panamá de Internet Society (ISOC Panamá).

