La demolición del monumento chino-panameño ubicado junto al Puente de las Américas no es un hecho menor, ni puede despacharse como una simple decisión administrativa. No porque estemos ante el riesgo inminente de una guerra geopolítica —eso sería una exageración— sino porque lo ocurrido desnuda una verdad más incómoda: Panamá aún no ha aprendido a gobernar su memoria.
Un monumento no es concreto, hierro y ornamento. Es un acto político congelado en el espacio. Es una afirmación pública de quiénes somos, a quiénes reconocemos y qué historias decidimos preservar. Por eso, cuando se derriba uno sin diálogo, sin pedagogía pública y sin sensibilidad histórica, el daño no es estructural: es simbólico. Reducir lo ocurrido a una explicación técnica —riesgo estructural, seguridad del área— resulta insuficiente. Las razones materiales pueden existir; el problema es la forma, el silencio y la ausencia de una reparación simbólica inmediata.
La comunidad china en Panamá no es un apéndice reciente ni un actor decorativo. Es parte del nervio histórico del país: trabajo, comercio, sacrificio, integración. El monumento no rendía pleitesía a un Estado extranjero; reconocía a panameños y panameñas de origen chino.
¿Puede esto escalar a un conflicto internacional? No. Las guerras no nacen de piedras, sino de agravios acumulados. Pero los símbolos importan. En un mundo donde la diplomacia también se ejerce en gestos, imágenes y decisiones locales, una demolición sin explicación clara proyecta improvisación. Y la improvisación, en un país de valor estratégico, se paga en confianza.
El fondo del asunto es más profundo que el monumento. Es la ausencia de políticas robustas de patrimonio, identidad y participación ciudadana. Cuando el Estado decide sin consultar, comunica sin empatía y repara tarde, abre grietas innecesarias. Luego, ningún comunicado logra cerrarlas del todo. Reubicar o reconstruir es necesario; reconocer el error y establecer reglas claras es imprescindible.
Panamá no pierde soberanía por dialogar; la fortalece. No se vuelve frágil por cuidar símbolos; se vuelve adulta. La neutralidad no se defiende con retroexcavadoras, sino con instituciones que entienden el peso de la memoria en una sociedad plural.
Este episodio debería ser una lección de madurez democrática. La diversidad no es una concesión: es una fortaleza histórica. Los monumentos no son adornos urbanos; son contratos simbólicos con la ciudadanía. Si se rompen sin cuidado, el daño persiste más allá del polvo.
Mirar hacia adelante exige más que una obra nueva. Exige un compromiso: nunca más decidir sobre la memoria común sin la comunidad. Porque cuando un país descuida sus símbolos, no provoca guerras externas; se erosiona por dentro. Y ese es el riesgo real que debemos evitar.
El autor es investigador de la Revista Contacto, auspiciada por la Vicerrectoría de Investigación y Posgrado de la Universidad de Panamá.

