Uno de los grandes males de la política es cuando un gobernante confunde su figura con la nación. De allí surge la peligrosa idea de que criticar al líder es atacar al país, y de que oponerse al régimen equivale a ser enemigo de la patria. Ese desvarío mental ha acompañado a dictadores de todos los tiempos, que, en nombre de una supuesta “lealtad nacional”, terminan destruyendo el alma de sus propios pueblos. Los gobernantes que confunden su figura con la patria se convierten en verdugos de su propio pueblo.
El caso de Nicolás Maduro en Venezuela es el ejemplo más reciente: un presidente que se autoproclama defensor del pueblo mientras desconoce su voluntad, convierte el disenso en delito y justifica la represión como si fuera defensa de la soberanía. La historia latinoamericana ya conocía esa enfermedad. Panamá la vivió en carne propia bajo Manuel Antonio Noriega, quien también redujo al país a su figura, aplastó las libertades, persiguió a los medios, encarceló a los opositores y provocó exilios dolorosos. Quien escribe estas líneas lo vivió en carne propia, con cárcel, destierro y el sufrimiento de la familia. Noriega y Maduro son almas gemelas: hombres que confundieron patria con poder y terminaron traicionando a ambos.
Hoy, al mirar la tragedia venezolana, uno no puede dejar de sentir un eco del Panamá de los ochenta. Noriega y Maduro son, en muchos sentidos, almas gemelas: hombres que confundieron patria con poder y terminaron traicionando a ambos.
El desenlace también enseña una lección: ningún gobernante es más grande que la nación, ningún caudillo es eterno, y todo abuso de poder acaba condenado por la historia.
El autor es exdirector de La Prensa
