Hoy más que nunca, la geopolítica ha dejado de ser algo que vemos de lejos en las noticias. Las guerras abiertas, las disputas económicas, los aranceles que van y vienen entre potencias… todo eso está metido de lleno en nuestra vida diaria. Nos afecta en el precio de la comida, en la estabilidad de nuestro empleo y, sobre todo, en la sensación de que el futuro es cada vez más incierto.
Ya no basta con estar informados. Una decisión en Washington, Pekín o Bruselas puede hacer que mañana paguemos más por un litro de gasolina o que un producto clave escasee en los supermercados. El conflicto en Ucrania, las tensiones en Taiwán, la guerra comercial entre Estados Unidos y China, las disputas energéticas en Europa: todo se entrelaza y golpea directamente nuestro día a día.
Y es que ahora las batallas no solo se libran en los frentes militares. También se disputan en las rutas comerciales, en la producción de tecnología, en el control de materias primas esenciales. Las cadenas de suministro, que ya mostraron su fragilidad durante la pandemia, siguen resentidas. Empresas que durante años operaron pensando en la eficiencia global hoy deben adaptarse a un escenario de nacionalismos económicos y bloques comerciales en competencia.
Esa presión constante no pasa desapercibida. Vivimos más tensos, más desconfiados, más cansados. Y cuando uno siente que no tiene control sobre lo que pasa, es fácil caer en la ansiedad o en el pesimismo. Lo vemos reflejado en los datos: aumentan los niveles de estrés, los problemas de salud mental, el sentimiento de inseguridad económica.
Un factor que alimenta este malestar es la llamada guerra comercial. Países que antes eran socios estratégicos ahora se imponen aranceles, limitan exportaciones de minerales críticos o tecnología avanzada, o incentivan la producción local a cualquier costo. Esto impacta directamente al consumidor final, que ve cómo suben los precios y cómo su poder adquisitivo se erosiona. También afecta a los trabajadores, ya que las industrias locales se ven forzadas a adaptarse a un entorno mucho más volátil y competitivo.
En este contexto, es fácil preguntarse: ¿qué podemos hacer para no dejarnos arrastrar por la incertidumbre?
Primero, asumir que la incertidumbre llegó para quedarse. No se trata de resignarse, sino de entender que exigir certezas absolutas solo nos llevará a más frustración. La adaptabilidad es ahora un activo fundamental. Quienes sepan navegar en medio de la inestabilidad tendrán una ventaja real.
Segundo, informarse bien. No todo lo que circula es fiable. Las noticias alarmistas, los rumores en redes sociales, y la sobreinformación generan más miedo que claridad. Elegir fuentes confiables, contrastar la información y no caer en la trampa del pánico nos ayudará a mantener la cabeza fría y tomar mejores decisiones.
Tercero, apoyarnos en los demás. Las crisis globales se viven mejor en comunidad. La familia, los amigos, las redes de apoyo son un ancla emocional necesaria. Hablar de lo que sentimos, pedir ayuda cuando la necesitamos, construir vínculos sólidos puede hacer la diferencia entre resistir o desbordarnos.
Cuarto, diversificar. Así como las empresas están dejando de depender de un solo proveedor o de un solo mercado, nosotros también debemos diversificar. Prepararnos para escenarios distintos nos vuelve más resistentes frente a cualquier cambio brusco.
Quinto, enfocarnos en lo que sí podemos controlar. No podemos cambiar las decisiones de los grandes líderes del mundo, pero sí podemos mejorar nuestra educación financiera, desarrollar nuevas habilidades, cuidar nuestra salud física y mental, invertir en nuestro crecimiento personal.
Y, finalmente, mantener perspectiva. Las crisis, aunque dolorosas, también son momentos de transformación. De ellas han surgido cambios tecnológicos, sociales y económicos que luego marcaron épocas de prosperidad. No hay tormenta eterna. Y entender que el cambio es parte de la vida puede darnos más fuerza para seguir avanzando.
El mundo está movido y seguirá así por un tiempo. No podemos controlar lo que hagan los gobiernos o los mercados. Pero sí podemos controlar cómo respondemos, cómo protegemos nuestro ánimo y cómo nos preparamos para lo que venga.
No se trata de ser ingenuos. Se trata de ser fuertes y entender que, aunque el mundo esté roto, nosotros no tenemos por qué rompernos con él.
El autor es Country Managing Partner – EY
