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Cuando el poder derrumba más que concreto

Si los monumentos pudieran hablar, el monumento chino derribado probablemente escribiría una columna más coherente que muchas explicaciones oficiales: al menos sabría qué representa y por qué existe. La demolición del monumento chino en Panamá no fue un accidente. Fue una decisión deliberada de quienes ejercen el poder y, como tal, requiere explicación y responsabilidad pública. Este acto no solo afectó un símbolo físico; pone en evidencia un patrón de acción estatal que puede debilitar la confianza ciudadana y erosionar la cultura cívica, obligándonos a reflexionar sobre la manera en que se ejerce la autoridad en nuestra sociedad.

Un monumento en el espacio público no es neutral. Representa memoria, reconocimiento y relaciones históricas. Demolerlo sin deliberación ni transparencia no es un trámite técnico: es un acto político. Ignorar su significado es minimizar la responsabilidad de quienes deciden y enviar un mensaje implícito: los símbolos y la historia pueden ser manipulados a conveniencia. Toda acción pública debería atravesar deliberación, ejecución y rendición de cuentas. Omitir la primera y debilitar la última no destruye la democracia de inmediato, pero enseña a la sociedad que el poder puede actuar sin necesidad de convencer. Esa normalización del silencio y la evasión es peligrosa. Cuando se convierte en hábito, la ciudadanía corre el riesgo de volverse espectadora y aceptar decisiones sin cuestionarlas, mientras la autoridad aprende que no necesita justificarse.

Que la demolición ya haya ocurrido no elimina la necesidad de explicación. Todo acto irreversible exige transparencia y argumentos claros. Ignorar este principio convierte la acción del Estado en imposición y debilita la confianza pública, sentando precedentes que pueden afectar decisiones futuras y limitar la participación ciudadana. Este tipo de actos también proyecta señales al exterior sobre la solidez de las instituciones panameñas, un factor relevante si se considera la importancia de la relación diplomática y comercial con China.

La verdadera fortaleza de un Estado radica en decidir con conciencia, anticipando consecuencias y comunicando motivos. Montesquieu (1689–1755) advierte que la concentración del poder sin contrapesos erosiona la libertad de los ciudadanos, mientras John Locke (1632–1704) complementa esta idea al subrayar que la legitimidad del poder depende del consentimiento y la participación de quienes son gobernados. Cuando las decisiones públicas se toman sin deliberación ni explicación, se abre paso a la arbitrariedad y se debilitan los principios democráticos que sostienen la confianza entre Estado y ciudadanía.

El impacto de la demolición no se limita al plano simbólico. Internamente, proyecta la idea de que las decisiones públicas pueden ejecutarse sin debate ni rendición de cuentas. Diplomáticamente, transmite inseguridad y falta de previsión. Cuando la acción reemplaza al argumento y el silencio al debate, la democracia no se rompe con estruendo: se vacía lentamente, casi sin ruido. En distintos contextos históricos, decisiones ejecutadas sin explicación, símbolos removidos sin debate y la costumbre de cerrar temas en lugar de abrirlos han precedido la consolidación de regímenes autoritarios. La historia demuestra que la falta de rendición de cuentas genera espacios donde el poder puede actuar sin legitimidad, aunque no siempre con violencia explícita.

El problema del monumento chino no fue solo su demolición física; fue la demolición simultánea del argumento y de la responsabilidad pública. Cuando el poder descubre que puede actuar sin explicar y la ciudadanía lo acepta, la democracia corre un riesgo real de debilitamiento silencioso. La verdadera fortaleza de una sociedad no se mide por lo que cae, sino por cómo responde y exige razones para cada acción que afecta a todos. Y si los monumentos pudieran hablar, probablemente se reirían de algunos funcionarios: al menos ellos tendrían sentido de propósito, aunque fuera para caer.

En conclusión, la acción del Estado frente al monumento chino nos recuerda que la democracia no se sostiene por el silencio ni por la sumisión, sino por la participación crítica y reflexiva de quienes habitan la sociedad. Cada ciudadano tiene la responsabilidad de cuestionar, exigir claridad y mantener viva la memoria de lo que nos une, porque incluso los actos aparentemente pequeños pueden marcar el rumbo de un país entero. La reflexión crítica sigue siendo, en última instancia, la herramienta más poderosa para impedir que el poder se ejerza sin justicia ni razón.

La autora es profesora de filosofía.


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