En América Latina, los líderes políticos carismáticos y las figuras de la ultraderecha parecen gozar de un estatus casi inmunológico frente a la justicia. Los recientes casos de Jair Bolsonaro en Brasil, Ricardo Martinelli en Panamá y Álvaro Uribe en Colombia evidencian que la política muchas veces se mueve por reglas distintas a las de la ley.
Cada uno de estos líderes construyó su poder sobre un discurso potente. Uribe llegó al poder con el lema “Mano firme, corazón grande”, proyectando autoridad y cercanía al mismo tiempo. Martinelli prometía movilidad social con su eslogan “Entran pobres y salen millonarios” y, además, se presentó ante la ultraderecha latinoamericana como un péndulo capaz de equilibrar la relación entre izquierda y derecha en la región. Bolsonaro, por su parte, juró ante sus seguidores: “Hago de ustedes mis testigos de que este gobierno será un defensor de la Constitución, la democracia y la libertad”.
Sin embargo, la historia de estos líderes demuestra la distancia entre el discurso y la práctica. Jair Bolsonaro enfrenta procesos judiciales que podrían impedirle ejercer cargos públicos; Ricardo Martinelli goza de un asilo que le permite evadir la condena a 10 años y seis meses de prisión por el caso New Business, pese a los claros indicios de corrupción; y Álvaro Uribe Vélez fue sancionado por manipulación de testigos, aunque su influencia política y mediática ha limitado la efectividad de la justicia en Colombia.
Lo que une a estos líderes de la ultraderecha latinoamericana es un patrón claro: carisma político, eslóganes poderosos, proyección regional (en el caso de Martinelli), redes de poder consolidadas y confrontación sistemática con sistemas judiciales debilitados o politizados. La consecuencia es doble: por un lado, erosiona la confianza ciudadana en la justicia; por otro, refuerza la impunidad como moneda de cambio en la política regional.
América Latina enfrenta un dilema persistente: mientras los sistemas judiciales sigan subordinados al poder político, la democracia quedará incompleta. La condena o sanción de un líder no puede ser solo un acto simbólico; debe traducirse en responsabilidades claras y efectivas. De lo contrario, la impunidad se naturaliza y la política se transforma en un juego de privilegios, donde la ley es un obstáculo opcional y no un marco obligatorio.
La región no necesita líderes intocables ni héroes judiciales, sino ciudadanos y sistemas que garanticen que la justicia sea imparcial, que la corrupción tenga consecuencias y que el poder no se convierta en un escudo frente a la ley. Hasta que eso ocurra, Bolsonaro, Martinelli y Uribe seguirán siendo ejemplos dolorosos de cómo la política puede burlar la justicia sin un verdadero costo.
El autor es analista y especialista en Ciencias Sociales.

