En Panamá se está dando un enfrentamiento doloroso y éticamente inadmisible entre dos derechos humanos fundamentales: el derecho a la educación y el derecho a la vida. Lo que debería ser un acto cotidiano —ir a la escuela— se ha convertido, para muchos niños y niñas del país, en una travesía mortal.
En las áreas más vulnerables, como las comarcas indígenas y las zonas rurales de difícil acceso, la niñez enfrenta riesgos extremos para llegar a sus centros educativos. Allí, los caminos son trochas, los ríos se cruzan sin puentes y la infraestructura escolar es mínima o inexistente. No se trata solo de pobreza material, sino de una pobreza de Estado: una indiferencia institucional que hiere la dignidad humana y revela la fragilidad de la equidad social panameña.
Donde más se han generado lo que podríamos llamar mártires de la educación nacional es precisamente en esas áreas donde la vida cotidiana transcurre al margen del progreso. Maestros, maestras con sus hijos, estudiantes y niños —como la niña de Mirono— han perdido la vida en el cumplimiento de un derecho que debería protegerlos, no exponerlos. Y, sin embargo, hasta hoy hemos sido indiferentes ante tanto dolor y abandono.
Es urgente recordar que la educación no puede costar la vida. Que el derecho a aprender no puede estar separado del derecho a vivir. Cuando un estudiante o un docente muere por llegar a una escuela, no estamos frente a un accidente, sino ante el fracaso moral del Estado y de toda la sociedad.
Una propuesta necesaria
Concluyo este artículo con una propuesta dirigida al Gobierno Nacional y a toda la comunidad educativa panameña:
Declarar emergencia nacional en infraestructura educativa en las comarcas y zonas rurales.
Priorizar la construcción de puentes peatonales y vehiculares, caminos seguros y sistemas de transporte escolar en estas regiones.
Crear un fondo permanente de equidad educativa territorial, que garantice inversiones sostenibles y transparentes en las áreas de difícil acceso.
Incluir en los planes de estudio y formación docente una visión de educación solidaria y territorialmente inclusiva, que reconozca las desigualdades estructurales del país.
Solo cuando el Estado asuma esta deuda con la vida y la educación de su pueblo, podremos decir que Panamá camina hacia una verdadera justicia social.
El autor es especialista en ciencias sociales.


