Hace algunos años me impuse una norma personal: antes de criticar la gestión pública, procuraría siempre comprender el contexto, valorar las limitaciones y reconocer los factores que influyen en las decisiones que afectan a las mayorías, sin que ello implique sacrificar los derechos de las minorías. Creí que la empatía y la observación eran mejores consejeras que el juicio precipitado.
Hoy, sin embargo, el silencio ya no es prudencia; es complicidad.
Vivimos en un país donde el miedo y la incertidumbre se han convertido en emociones cotidianas. La incorrección se ha normalizado y la ley parece ser una opción sujeta a conveniencias políticas. Las reglas son inflexibles para los ciudadanos comunes, pero generosas y maleables para los allegados al poder.
Se ha instaurado una justicia invertida: privilegiados con condenas firmes son recompensados, mientras quienes aún no han sido hallados culpables son tratados y exhibidos como criminales. Las prioridades del Estado se han subordinado a intereses privados. Lo que debería servir al bien común se convierte en negocio, y la necesidad colectiva en fuente de lucro.
Esta distorsión es grotesca, pero más grotesco aún es ver cómo lo sucio se limpia con refrendos, mientras la realidad luce y huele a podredumbre. Las entrevistas perfuman y adornan los delitos que se cometen para favorecer negocios de amigos, mientras los “malos panameños” son siempre los otros. Inocentes mueren en hospitales sucios, pestilentes y en ruinas. Y esto no lo digo yo: lo ha señalado la Defensoría del Pueblo.
Algunos medios de comunicación, otrora guardianes del interés público, hoy parecen ejercer la verdad con permiso del poder. Su pudor depende del visto bueno de quienes deberían ser cuestionados.
¿A qué futuro podemos aspirar cuando las normas se interpretan como sugerencias y no como obligaciones? ¿Qué inversión sensata, nacional o extranjera, querrá exponerse en un país donde la legalidad se negocia y la ética pública es un ornamento retórico? ¿Cómo confiar en una educación que perpetúa la ignorancia y en un sistema de salud que, por acción u omisión, parece tener licencia para matar y encubrir?
El deterioro no es solo institucional, sino también moral. Cada omisión se convierte en aval, cada silencio en complicidad, cada concesión en precedente.
Por eso, aunque me propuse observar más de lo que hablaba, hoy afirmo con convicción: es momento de hablar.
Porque cuando la incorrección deja de ser excepción y la legalidad se convierte en privilegio, el silencio también es delito.
El autor es empresario.

