La canción más escuchada no habla como nosotros. La estética más replicada no nació aquí. Las historias que dominan las pantallas parecen hablarnos, pero no vienen de nuestra experiencia.
Basta revisar la cartelera, una plataforma de streaming o una campaña publicitaria: todo parece cercano, pero casi nada nace desde nosotros. Se produce en otra parte. Con otro acento, otro ritmo, otra lógica.
No es nuevo. Pero ahora es más sutil. El imperialismo mediático ya no se impone con fuerza, sino con algoritmos. Ya no coloniza con banderas, sino con aspiraciones. Lo hace filtrando lo visible, moldeando lo deseable, normalizando lo ajeno.
Y lo más inquietante es que lo aceptamos como inevitable. Aspiramos a parecer lo que nos enseñaron que vale. Ajustamos nuestra estética a lo exportable. Adaptamos nuestras historias para que entren en marcos que no inventamos.
He trabajado en cine, en curaduría, en estrategia de marca. Y he notado que el problema no es solo lo que se copia, sino lo que se deja de imaginar. Nos uniformamos no por falta de talento, sino por exceso de obediencia. El deseo de ser legibles ante el mundo termina neutralizando nuestras diferencias más fértiles.
Porque lo hegemónico no necesita imponerse por la fuerza cuando nos convence de que es neutral. De que no hay alternativas. De que lo profesional es parecerse a lo que ya existe.
Pero hay otra forma de mirar. Recuperar soberanía simbólica no es un acto nostálgico: es una defensa del derecho a imaginar distinto. A construir belleza desde la rareza local. A contar historias sin pedir permiso. A generar referentes sin necesidad de imitar.
Si renunciamos a eso, incluso nuestros sueños terminarán siendo subtitulados.Y en esa renuncia se pierde no solo diversidad, sino libertad.
El autor es gerente de Cultura y Comunidad de la Fundación Ciudad del Saber.

