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Cuando los derechos chocan: huelga docente y derecho a la educación

En una democracia, los derechos fundamentales no existen en compartimentos aislados. Se ejercen en comunidad, en tensión permanente, y a veces entran en conflicto. Hoy, Panamá enfrenta una situación que exige una reflexión sobre estos límites: el prolongado paro de clases por parte de sindicatos docentes que, si bien reivindica demandas laborales legítimas, amenaza con comprometer el año académico y el derecho a la educación de miles de estudiantes. Esto plantea la pregunta: ¿hasta dónde puede llegar el ejercicio del derecho a huelga cuando este pone en riesgo otro derecho igualmente fundamental, como el acceso a la educación?

La Constitución Política de Panamá, en su artículo 69, reconoce el derecho a huelga como una herramienta legítima de los trabajadores para defender sus intereses económicos y sociales. A su vez, el artículo 95 establece el derecho de toda persona a recibir educación, y el artículo 91 afirma que la educación es un deber del Estado y un medio esencial para el desarrollo del país (además de ser un derecho fundamental estipulado en la Declaración Universal de Derechos Humanos, a la cual Panamá está suscrita). Ambos derechos coexisten al mismo nivel constitucional, pero su colisión exige una interpretación jerárquica y armónica del orden jurídico.

Aquí es útil recordar la pirámide normativa de Hans Kelsen, donde las normas jurídicas se ordenan jerárquicamente: la Constitución está en la cúspide, seguida por los tratados internacionales, luego las leyes, los reglamentos y los actos administrativos. En este contexto, cuando dos normas constitucionales chocan (como el derecho a huelga y el derecho a la educación), se debe buscar un compromiso que proteja la esencia de ambos derechos, sin anular completamente ninguno.

La OIT, cuyos convenios ha ratificado Panamá, reconoce el derecho a huelga como inherente a la libertad sindical (Convenio 87). No obstante, también admite que este puede ser limitado en servicios esenciales, cuando su interrupción puede poner en peligro la vida, la salud o la seguridad de la población. La pregunta, entonces, es válida: ¿no debería considerarse la educación, en el contexto pospandemia, como un servicio esencial para la sociedad?

Después de dos años de aprendizaje interrumpido, desigualdad digital y retrocesos en competencias básicas, los estudiantes panameños —especialmente en los sectores más vulnerables— no pueden perder más clases. Basta con revisar los resultados de las pruebas PISA, donde Panamá ocupó el puesto 74 entre 81 sistemas participantes, según el Banco Interamericano de Desarrollo. Cada semana de paro profundiza el rezago académico y amplía la brecha educativa.

Este no es un llamado a criminalizar la protesta, ni a negar la legitimidad de las demandas docentes. Es un llamado a reconocer que los derechos no se ejercen en abstracto, sino en un contexto social donde su ejercicio afecta a terceros. Así como los docentes reclaman condiciones dignas, los estudiantes tienen derecho a una educación continua y de calidad. El Estado, como garante del equilibrio constitucional, tiene la obligación de mediar, asegurar soluciones negociadas y garantizar la continuidad del servicio educativo.

En definitiva, no puede haber progreso social sostenido si una generación entera es sacrificada en nombre de una lucha que, aunque justa, no puede volverse permanente. Un país que olvida a sus estudiantes está sembrando su propia crisis futura. Y ningún derecho, por legítimo que sea, debe convertirse en un arma que niegue el derecho de los demás.

El autor es licenciado en Asuntos Públicos e Internacionales, especializado en Historia de la Diplomacia y Estudios Latinoamericanos.


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