Hay momentos en la historia en que un hombre, intoxicado de poder, decide convencerse —y convencer al mundo— de que él es la nación. En ese instante, la frontera entre el Estado y su ego desaparece. El gobernante deja de verse como servidor público y se convierte en dueño del país. Es una distorsión profunda de la personalidad, una forma de delirio mesiánico que ha destruido repúblicas enteras.
Eso es lo que ha ocurrido en Venezuela. Desde Hugo Chávez hasta Nicolás Maduro, el poder político se ha confundido con la patria misma. La crítica al régimen se presenta como traición, y la lealtad al país se mide por la sumisión al caudillo. Se invoca la soberanía como escudo, no para proteger al pueblo, sino para preservar el poder de un grupo que secuestró la nación.
He leído en redes que “no se debía otorgar el Nobel de la Paz a María Corina Machado porque supuestamente pide una invasión extranjera”. Esa acusación es una falacia. Confunde la búsqueda desesperada de libertad con la entrega de la patria. Olvida que la verdadera pérdida de soberanía ocurre cuando los ciudadanos dejan de poder decidir su destino, cuando los derechos se extinguen y el miedo sustituye al voto.
La historia está llena de ejemplos en los que las dictaduras se refugiaron tras la palabra “soberanía” para justificar su represión. El uso de esa bandera, en manos de un poder ilegítimo, no defiende la nación: la encadena.
María Corina no representa una amenaza a la soberanía venezolana; representa el intento de recuperarla. Y cuando una nación es secuestrada por quienes se autoproclaman su encarnación, la resistencia no es traición: es patriotismo.
El autor es exdirector de La Prensa.

