Hay criaturas misteriosas rondando los supermercados. No me refiero a los clientes que van en pijama a las 7:00 p.m., ni al niño que grita como si hubiera visto al Chupacabras entre los pasillos de los cereales. Hablo del verdadero protagonista silencioso: el carrito de supermercado.
Ese humilde vehículo de metal con ruedas rebeldes ha sido testigo de tragedias, travesuras y alguna que otra carrera clandestina en el pasillo de los embutidos.
Pero más allá de su noble propósito —llevar nuestras compras sin que se nos descuelgue un brazo—, el carrito ha sido víctima de abusos y negligencias que rozan el crimen internacional.
Empecemos por la suciedad. ¿Alguna vez ha visto el fondo de un carrito después de un día largo? Es como una cápsula del tiempo del caos moderno: recibos arrugados, migajas sospechosas, envoltorios de chupetas y, en algún caso extremo, una croqueta aplastada con fecha de vencimiento emocional. Lo peor son los carritos que aún llevan rastros pegajosos de lo que uno espera haya sido jugo, pero que, por el color y la textura, también podría ser una sustancia radiactiva.
Y qué decir de los irresponsables que tratan al carrito como si fuera un vehículo de Fórmula 1, tomando las curvas entre frutas y verduras con más ímpetu que Hamilton en Mónaco. No falta el que lo deja botado en medio del pasillo como si fuera su sala, interrumpiendo el tráfico de compradores que ya de por sí avanzan como zombis indecisos.
—¿Señora, este carrito es suyo?—¡Ay no, ese ya no lo quiero, se le traba la rueda!
Ah, la famosa rueda torcida. Cada carrito tiene al menos una: esa que obliga al conductor a mantener el equilibrio entre el empuje y la fe. No falta quien se convierte en artista marcial tratando de controlar la trayectoria del carrito como si estuviera domando una culebra de aluminio.
También está el carrito acaparador, ese que uno encuentra lleno de mercancía… y nadie alrededor. Misteriosamente abandonado durante media hora con 17 latas de atún, 5 paquetes de papel higiénico y un solo aguacate de aspecto deprimido. Y claro, si uno osa moverlo un centímetro, aparece el dueño con cara de: “¡Lo iba a llevar, eh!”.
Y hablemos de los padres que convierten el carrito en parque de diversiones. Suben al niño al asiento, le dan un paquete de galletas (abierto, claro) y lo dejan como DJ de migajas y berrinches. A veces suben dos, tres… hasta el perro. Hay quienes creen que el carrito también es niñera. Otros lo usan como taxi interprovincial dentro del súper: “¡Agárrese, que vamos pa’ la caja!”.
Y no faltan los estrategas del supermercado: los que aparcan el carrito en un punto clave, se van a explorar otros pasillos y vuelven como si nada. Uno se pregunta si están comprando o jugando una versión extrema de Escondidas con descuentos.
Como sociedad, necesitamos un Pacto de Carrito Responsable. Uno que incluya: limpiarlo después de usarlo, no dejarlo bloqueando pasillos, no abandonarlo como si fuera un amor de verano y, sobre todo, no usarlo como carrito chocón de feria.
Porque sí, el carrito puede ser metálico, incómodo y a veces chirriante. Pero sin él, tendríamos que cargar las compras en las manos como en una competencia de CrossFit. Y nadie quiere eso. Bueno, excepto los del gimnasio… pero a esos igual se les cae la caja de leche.
El autor es ingeniero retirado.


