La historia del Caribe se arma a ras de suelo, en el barrio, en la tarima improvisada, en la fe que se asoma.
Rafael Cortijo fue hijo directo de ese orden. Timbalero, dueño del pulso. Mandaba y entendía el ritmo como lenguaje social. Sabía cuándo el golpe debía caer. Con su Combo puso en primer plano, en televisión y sin permiso al negro, al pobre, al barrial.
Ismael Rivera fue la voz de ese mundo. No fue el autor de las letras que inmortalizó, pero sí su intérprete y sonero mayor, inconfundible. Cuando Ismael cantaba, la canción dejaba de ser texto y se volvía experiencia. Las caras lindas, escrita por Tite Curet Alonso, lo prueba: sin la voz de Ismael no sería manifiesto ético del Caribe.
La caída llegó en 1962, con la condena por posesión de droga en Estados Unidos. La cárcel silenció una voz y quebró la arquitectura humana del Combo. Cortijo, genio del instante, no logró reorganizarse.

Rafael Ithier entendió esa lección. Pianista, arreglista y estratega, fundó El Gran Combo de Puerto Rico incorporando músicos del universo Cortijo (Eddie Pérez, Milton Correa, Martín Quiñones y él). No hubo ruptura moral, sino continuidad organizada. La música caribeña necesitaba permanencia.
Panamá fue clave en ese proceso. Antes de convertirse en institución, El Gran Combo ensayó en carnavales, ferias y bailes populares. Públicos exigentes, bailadores sin indulgencia. Panamá fue jurado examinador.

Fue decisiva la mano del bongosero y líder Francisco Bush Buckley. Criado a orillas del Canal, en el barrio de La Boca, Buckley fue más que promotor: creador y agitador cultural. Fundó Bush y su Nuevo Sonido, inventó la salsa picante Elida y creó Salsa y más, un compendio de música caribeña. Fue puente entre Puerto Rico y Panamá, traductor de gustos, ritmos y códigos populares. Hombre de barrio con visión continental. Para muchos músicos, Buckley fue la puerta de entrada. Para mí, además, fue un querido amigo, y por eso sé que su papel fue estructural.
Mientras Ithier construía sistema, Ismael atravesaba su propio desierto. Salió de prisión. Volvió a cantar. La voz intacta. La adicción persistente.
En una presentación a principios de los setenta, en la Plaza 5 de Mayo, Ismael apenas podía sostenerse. Sorolo, joven del barrio, atento y solidario, se le acercó con una frase simple y decisiva: —ten fe. Visita al Cristo Negro de Portobelo.
El Cristo no necesita palabras. La fe opera como sostén cuando el cuerpo falla. En Portobelo, Ismael encontró contención, promesa y límite. Desde entonces, Panamá quedó inscrita en su vida espiritual. El Sonero Mayor y su familia siempre agradecieron a ese joven, a El Chorrillo y al Cristo.
La música dio testimonio. Ismael interpretó El Nazareno y le cantó a Panamá desde la gratitud. De todas maneras rosas no es metáfora: es memoria del barrio, de amistades, de lealtades que sostienen cuando todo se desarma.
Así se articula la aventura humana del Caribe. El barrio crea. La caída desnuda. La fe recompone. La música fija la historia. Puerto Rico y Panamá no se hermanaron por diplomacia. Se reconocieron porque comparten el idioma rítmico de la sobrevivencia, el de Ismael, Ithier y Cortijo.
El autor es periodista, filólogo y docente.


