Del latín dexter nació diestro: el hábil, el favorable, quien usa la mano derecha. La derecha hereda la luz: derecho, recto, correcto. Hasta el Derecho, con mayúscula, adoptó su nombre. En cambio, sinister, el lado izquierdo en latín, era adverso o de mal agüero. El castellano, pragmático, evitó el mal presagio y adoptó —¿en préstamo sin intereses?— del vasco ezkerra la palabra izquierda. Así cambió de raíz para no tentar a los dioses.
La historia plagió el cuerpo, cuando no existía el derecho de autor. Instalada la Revolución Francesa, los conservadores se sentaron a la derecha del presidente de la Asamblea; los reformistas, a la izquierda. Desde entonces, diestros y zurdos se enfrentan también en la mente. El cerebro cruza los cables porque la mano derecha la gobierna el hemisferio izquierdo —el del lenguaje y la lógica—; la izquierda, el derecho, donde viven la intuición y la música… ¿y la juerga?
Fidel Castro fue zurdo de cuerpo y de causa; el Che Guevara, diestro de mano pero zurdo de convicción… hasta ese final en el monte boliviano. La Thatcher era diestra en todo y sin complejos. Bobby Sam lo testimoniaría. Gates escribe con la izquierda y piensa en algoritmos (y capitales). Rubén Blades se declaró de izquierda no autoritaria. Churchill cambió de partido dos veces: ambidiestro del poder. Mundillo atestado de camaleones.
El ambidiestro, del latín ambidexter (“con ambas derechas”), es raro en lo biológico y frecuente en lo político. En el cuerpo, equilibrio; en el poder, conveniencia. Einstein y Leonardo lo fueron por naturaleza.
El refrán original decía a diestro y siniestro, voz de esgrima del Siglo de Oro. Lope de Vega ya la usó en La Dragontea (1598): “repartiendo mandobles a diestro y siniestro”, imagen de golpes sin rumbo ni contención. Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611), la definió como “dar golpes a uno y otro lado sin mirar dónde caen”. La expresión pasó del duelo al lenguaje común. En América se “feminizó”: a diestra y siniestra.
Dúo dominguero
Pundonoroso y enjundioso: dos viejas joyas del castellano o español (sinónimos). Pundonoroso procede de pundonor, heredero del latín punctum honoris, el “punto de honor” que regía la conducta caballeresca. Con el tiempo dejó la armadura, pero conservó la dignidad. Hoy describe a quien actúa con decoro, ética y orgullo profesional, incluso cuando nadie lo observa. El pundonoroso se exige a él mismo; su brújula es interior. Ese rigor silencioso que sostiene oficios, aulas, talleres y redacciones.
Enjundioso, en cambio, nació de la enjundia, la grasa o sustancia interior de las aves. De lo jugoso en la cocina pasó a lo sustancioso en el pensamiento. Un texto enjundioso no es voluminoso, sino cargado de sentido; una persona enjundiosa no hace ruido, pero aporta fondo, vigor y claridad.
Ambas voces comparten un aire castellano de nobleza discreta. El dúo recuerda que la lengua conserva tesoros que nombran aquello que a menudo falta: honestidad y sustancia.
El autor es periodista y filólogo.

