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De la esperanza de vida a la esperanza de salud

Uno de los mayores logros de la medicina moderna, combinado con los avances en nutrición, higiene, vivienda y saneamiento, ha sido el impresionante aumento de la esperanza de vida. Durante el último siglo, la esperanza de vida mundial se ha más que duplicado, pasando de solo 32 años en la década de 1920 a 73 años en 2020. Algunos expertos predicen que más de la mitad de los bebés nacidos en los países industrializados desde el año 2000 podrían vivir hasta los 100 años. En pocas palabras, estamos viviendo más años que nunca.

Pero ¿vivimos mejor? La respuesta depende en gran medida de las condiciones socioeconómicas, el acceso a servicios esenciales y las oportunidades de bienestar a lo largo de la vida. Sin embargo, también hay tendencias globales que dan forma a esta realidad.

Un estudio reciente publicado en JAMA Network Open por Garmany y Terzic (2024) analizó las diferencias entre la esperanza de vida y la esperanza de vida saludable en 183 estados miembros de la Organización Mundial de la Salud. Los hallazgos muestran que, en las últimas dos décadas, la brecha entre los años de vida saludable y la esperanza de vida total se ha ampliado un 13% a nivel mundial, alcanzando ahora un promedio de 9.6 años. Es decir, vivimos más años que nunca, pero pasamos casi una década enfrentando problemas de salud.

La esperanza de vida se refiere al número total de años que vivimos, mientras que la esperanza de vida saludable se define como los años vividos en buen estado de salud, libres de enfermedades crónicas o discapacidades significativas. Si bien los avances en medicina y salud pública han aumentado significativamente la esperanza de vida global, estos no han ido acompañados de mejoras comparables en la esperanza de vida saludable.

Esta discrepancia ha provocado una brecha cada vez mayor entre la cantidad de años que vivimos y los años que vivimos de manera saludable, lo que plantea un desafío considerable para los sistemas de atención de la salud. Comprender y abordar los factores que contribuyen a esta brecha entre la esperanza de vida y la salud es fundamental para mejorar la calidad de vida a medida que las poblaciones envejecen, en particular cuando la carga de enfermedades no transmisibles sigue aumentando en todo el mundo.

La evidencia destaca contrastes sorprendentes en la brecha entre la esperanza de vida y la salud en diferentes países, siendo las naciones desarrolladas las que suelen mostrar las mayores diferencias. Por ejemplo, Estados Unidos lidera con una brecha de 12.4 años, seguido de cerca por Australia (12.1 años), y Nueva Zelanda (11.8 años). Estos datos sugieren que, aunque las personas de estos países viven más tiempo, los años adicionales a menudo están marcados por problemas de salud o discapacidades. En el caso de Panamá, el país también se encuentra por encima de la media mundial, con una brecha de 10.6 años.

Panamá también está por arriba de la media en Latinoamérica (9.8 años), y entre los 3 países de mayor brecha en la región. Solo nos supera Costa Rica (10.9 años) y Chile (10.7 años).

Las brechas más pequeñas a nivel global se observan en países como Lesoto (6.5 años), la República Centroafricana (6.7 años), y Somalia (6.8 años). Estas brechas pueden reflejar una menor esperanza de vida en general, y por tanto, menos años vividos con mala salud.

El estudio revela otra tendencia mundial preocupante: una disparidad de género en la brecha entre la esperanza de vida y la esperanza de vida a escala mundial, explicada en parte por la mayor esperanza de vida en las mujeres y una carga mayor de enfermedades no transmisibles. A nivel global, las mujeres experimentan una brecha 2.4 años mayor que los hombres, lo que pone de relieve importantes disparidades de género. En Panamá, la brecha es 2.8 años mayor en mujeres que hombres.

En general, los resultados del estudio enfatizan la necesidad de implementar estrategias integrales para mejorar tanto la longevidad como la calidad de vida, minimizando los años vividos con enfermedad y discapacidad. Estrategias como mejorar el acceso a la atención médica, implementar programas comunitarios y crear espacios para abordar los factores de riesgo son fundamentales. Las intervenciones específicas de género son igualmente relevantes, y deben abordar las enfermedades crónicas, los problemas de salud mental y otros problemas de salud que afectan desproporcionadamente a las mujeres.

En relación con las brechas sociales, un estudio de gran relevancia para los países de Latinoamérica, publicado en Nature Aging (Legaz et al., 2024), identifica una conexión directa entre la desigualdad estructural, medida a través del índice Gini, y los cambios en la estructura y conectividad cerebrales asociados con el envejecimiento y la demencia.

El índice de Gini es una medida estadística de cuán desigual se distribuye el ingreso o el consumo en una población.

Los resultados muestran que los niveles más altos de desigualdad están asociados con una reducción en el volumen cerebral y una conectividad interrumpida, particularmente en regiones cerebrales vitales para la memoria y la función cognitiva. Estos efectos fueron aún más pronunciados en América Latina, lo que subraya la mayor vulnerabilidad de la región a los estresores socioeconómicos a gran escala. La relación entre desigualdad y salud cerebral persistieron incluso después de tener en cuenta características individuales como la educación, la edad, el sexo y la capacidad cognitiva. Esto resalta que las desigualdades sociales más grandes pueden influir en la salud cerebral independientemente de las circunstancias personales. Vivir en una sociedad desigual afecta la salud cerebral en todos los niveles económicos, lo que demuestra cómo las desigualdades sociales pueden influir profundamente en los resultados de salud.

Las conclusiones de ambos estudios resaltan la urgente necesidad de transformar las políticas de salud pública. No basta con añadir años a la vida; es imperativo añadir calidad a esos años, fomentando un envejecimiento saludable desde una perspectiva integral y multisectorial. Además, los hallazgos que conectan la desigualdad estructural con la función cerebral dejan claro que las inequidades sociales no son solo un contexto, sino factores determinantes en la salud cerebral y el bienestar. Por ello, fundamentar las decisiones en evidencia científica no solo es clave, sino esencial, para avanzar de manera constante pero gradual hacia una mayor equidad en salud.

La autora es investigadora científica en Neurociencias del INDICASAT AIP e integrante de la Fundación Ciencia en Panamá


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