A inicios de 2022 publiqué un artículo en esta misma columna, basándome en los datos del Latinobarómetro 2021, donde señalaba algo preocupante: al 39% de los panameños les daba igual el tipo de gobierno que tuviéramos. La democracia simplemente no estaba entre sus prioridades. En ese momento, el riesgo que abordé era el desconocimiento o descontento con la democracia, y cómo la falta de interés, especialmente en las nuevas generaciones, podía abrir paso a regímenes antidemocráticos.
Hoy, pasada ya la mitad de 2025, reflexiono sobre un riesgo distinto: las campañas sistemáticas y altamente sofisticadas de desinformación que erosionan la confianza en los medios y en las instituciones gubernamentales. Esto ocurre en un contexto donde el ritmo del cambio tecnológico se ha acelerado exponencialmente: antes los avances se medían en años o lustros; ahora se cuentan en días.
Durante la pandemia, las noticias falsas eran, sobre todo, textos manipulados o páginas web fraudulentas que —aunque peligrosas— podían identificarse con cierto análisis. Hoy enfrentamos otra realidad: videos que podrían mostrarnos a nosotros mismos haciendo cosas que jamás hicimos, transmisiones “en vivo” de bombardeos o actos terroristas que nunca ocurrieron. La inteligencia artificial se acerca a un nivel de perfección en el que, incluso con conocimientos técnicos especializados, será casi imposible distinguir entre lo auténtico y lo fabricado.
Si el Estado no robustece sus sistemas y toma medidas prioritarias y conscientes, no importará que después intente implementar estrategias para contrarrestar la desinformación, los hackeos o el “ransomware”. Las armas estarán desequilibradas y la capacidad de los atacantes sobrepasará con creces las posibilidades estatales.
Esto significa que la implementación tecnológica en las instituciones públicas va más allá de sistematizar procesos, tener una página web funcional o “chatbots” de atención al cliente. Implica un reforzamiento especializado y técnico en seguridad cibernética, con actualización continua y adecuada a la dimensión de la información que se protege. Resulta inadmisible que sistemas estatales utilicen aplicaciones de “Word” sin licencia o dependan de antivirus gratuitos.
Nos guste o no, la realidad actual no se mantendrá mucho tiempo más. Las nuevas generaciones dependerán cada vez más de la inteligencia artificial, y a medida que ingresen nuevos administradores públicos, los sistemas y procesos serán completamente digitalizados. No es cuestión de voluntad, es cuestión de tiempo. El papel dará paso a lo digital, y lo que ya estaba expuesto a fraudes lo estará ahora en un nivel técnico y científico que requerirá verdaderos expertos y esfuerzos constantes para contenerlo. Las elecciones, por ejemplo, estarán cada vez más expuestas a estas amenazas.
Para que la democracia sobreviva a la era digital, resulta imperativo profesionalizar y elevar el nivel técnico de las instituciones del Estado en materia digital. Solo una capacidad institucional robusta podrá garantizar derechos fundamentales como la igualdad, la no discriminación y la libertad de expresión, aplicando medidas de gobernanza basadas en derechos humanos para la inteligencia artificial.
Quienes defendemos la democracia enfrentamos una doble amenaza: no solo gobiernos represores y persecuciones tradicionales, sino también campañas sistemáticas y tecnológicamente sofisticadas destinadas a desestabilizar gobiernos enteros. Reconozco las maravillas de la tecnología como herramienta para mejorar la calidad de vida, pero desconocer sus riesgos sería un grave error estratégico.
Por ello, en este Día Internacional de la Democracia, la agenda es clara: adecuar marcos normativos oportunos, reforzar la protección constitucional de los derechos digitales y fortalecer la capacidad institucional con equipamiento técnico especializado. La reactividad ya no es viable; necesitamos un enfoque proactivo para asegurar que en los próximos 15 de septiembre estemos celebrando —y no lamentando— la democracia.
La autora es integrante de la Fundación Libertad
