En el siglo XVIII, la humanidad presenció un cambio radical: la Revolución Industrial. Máquinas de vapor, fábricas, ferrocarriles y producción en masa transformaron la forma de producir bienes, la organización del trabajo y las dinámicas sociales. Pero, junto a los avances, también surgieron grandes retos: migraciones a las ciudades, explotación laboral y desigualdades que marcaron generaciones.
Desde la óptica fiscal, aquel período abrió una nueva era para los Estados. La base tributaria dejó de girar exclusivamente en torno a la tierra y los productos agrícolas, y comenzó a ampliarse hacia la producción industrial, el comercio y los ingresos derivados de nuevas formas de organización empresarial. El impuesto sobre la renta moderno aún no existía, pero la industrialización obligó a los gobiernos a repensar sus fuentes de ingresos: aranceles, gravámenes al consumo y, poco a poco, impuestos ligados al trabajo asalariado y la producción fabril se convirtieron en la columna vertebral de la recaudación.
Dos siglos después, la humanidad enfrenta otra revolución: la de la Inteligencia Artificial. Así como la máquina de vapor transformó la fuerza física, la IA está transformando la fuerza intelectual y cognitiva. Procesos que antes requerían ejércitos de trabajadores calificados hoy se resuelven en segundos mediante algoritmos. La productividad crece, los modelos de negocio se reinventan y surgen interrogantes éticos, laborales y económicos que apenas empezamos a dimensionar.
Y, como ocurrió en el siglo XVIII, también el sistema fiscal se encuentra en una encrucijada.¿Cómo se financiarán los Estados en un mundo donde las tareas rutinarias se automatizan y los esquemas laborales tradicionales se reducen? ¿Qué pasará con la recaudación basada en impuestos al trabajo si cada vez menos empleos se sostienen bajo contratos convencionales?
La IA puede generar enormes ganancias, pero estas suelen concentrarse en grandes empresas tecnológicas, plataformas globales y propietarios de algoritmos y datos. Si en la Revolución Industrial la riqueza se acumuló en los dueños del capital fabril, hoy corremos el riesgo de una concentración aún mayor en quienes controlan los activos intangibles: datos, patentes, software y modelos de IA.
Esto nos lleva a un debate inevitable: el rediseño de la tributación global.
¿Deben gravarse los beneficios extraordinarios derivados de la IA?
¿Cómo se distribuye equitativamente la tributación en un entorno digital que no reconoce fronteras?
¿Podrán los sistemas tributarios evolucionar tan rápido como la tecnología, o quedarán rezagados, como ocurrió tantas veces en el pasado?
Quizás estamos a las puertas de una nueva “revolución fiscal” en la que conceptos como el impuesto al valor agregado digital, los tributos sobre servicios automatizados o incluso una renta básica financiada por la productividad de la IA, dejen de ser ideas marginales y pasen al centro de la agenda.
Lo cierto es que, así como en el siglo XVIII la tributación tuvo que adaptarse para sostener al Estado moderno, en el siglo XXI deberá reinventarse para sostener al Estado digital. Y aquí surge la gran lección histórica: cuando la fiscalidad no acompaña los cambios tecnológicos, se profundizan las desigualdades y se erosionan las bases de la confianza social.
Para Panamá, el reto es ineludible: no basta con mantener su rol tradicional como hub logístico y financiero; debe anticiparse a la revolución digital con una estrategia clara e integral. Esto exige modernizar el marco fiscal para que la economía del conocimiento contribuya de manera justa, asegurando que las grandes plataformas digitales que operan en el país generen ingresos al fisco. Al mismo tiempo, Panamá debe invertir en educación tecnológica, promover el desarrollo de talento local y fomentar la innovación para no depender únicamente de sectores tradicionales. Si no actúa con rapidez, corre el riesgo de quedar rezagado y ver cómo la riqueza creada por la inteligencia artificial se concentra en otros países y centros de poder.
La IA no solo nos reta a innovar en lo económico y en lo laboral; nos obliga también a innovar en lo fiscal.De lo contrario, podríamos descubrir que, en la era de la inteligencia artificial, los Estados carecen de la inteligencia fiscal necesaria para sostenerse.
El autor es consultor internacional/Estrategia tributaria y patrimonial.

