“Allí os dejo; para que el más vivo, viva del más pendejo”. Falsamente atribuido al Señor (al menos taxativamente) la expresión, más bien parece ser autoría del filósofo de Güémez, según Ramón Durón Ruiz, en recopilación de dichos relacionados al mítico personaje, que forma parte del humor popular en su peculiar manera de ironizar las desdichas del diario vivir. Si bien lo anterior puede ser cierto o no, la primera vez que escuché el refrán fue de la voz del periodista y comentarista radial Andrés Vega, mejor conocido como Domplín.
En una época como la que vivimos, tan ensimismada y convencida de ser el eslabón hacia la cúspide de la civilización, soslayando su alto grado de materialismo y corrupción, convendría releer con respeto y atención lo que el pasado puede enseñarnos. Hace casi 2 mil 400 años Aristóteles, consciente de la enorme fragilidad de la democracia (cuya conservación y prosperidad están lejos de ser garantizadas), mostró los cánceres que provocaban su declive, y describió su decadencia con una precisión tal, que me lleva a cuestionar si hemos realmente avanzado algo desde entonces.
Decía el filósofo que para conservar la democracia debemos cuidar el imperio de la ley y la seguridad jurídica. Esto es, “vigilar que no se infrinjan en lo más mínimo”. La democracia comienza a desmoronarse cuando la ley no se respeta; se aplica de forma diferente a unos u otros, en función del interés político o de lucro (selectividad y corrupción); cuando los linchamientos (hoy mediáticos) sustituyen a la presunción de inocencia o cuando el aplauso o el abucheo de las masas son más importantes que las garantías jurídicas y el manejo adecuado de la cosa pública. Igual ocurre cuando la ley se cambia, constantemente, al arbitrio de la voluntad de los gobernantes (por ejemplo, la ley de contrataciones públicas reformada, al menos, nueve veces en el quinquenio 2010-2014) y cuando ellos son los primeros en incumplirla con impunidad.
Aristóteles prevenía sobre la permanencia excesiva en el poder, “que es corruptor”. De aquí la importancia vital de limitar el poder real de quien lo ostenta, a través de la limitación de mandatos (no reelección en los cargos públicos), división de poderes (real y económica) y la creación de controles y contrapesos, incluyendo una prensa libre. No cabe, por tanto, sorprenderse de que los cargos públicos “enriquezcan a sus ocupantes”, cuando el sistema carece de dichos controles y contrapesos y no pone límites al exceso de poder y a su duración. Una vez enferma, la democracia se transforma, paulatinamente, en la tiranía de una “seudomayoría” transformada en divinidad, que no responde ante nada ni nadie (léase partidocracia), la pasión suplanta a la razón, la satisfacción de todo deseo sustituye a la virtud, y lo verdadero y lo justo se convierten en cuestión de moda o de opinión (populismo).
En este país la falsa sensación de pertenecer a la “clase media” es una pesadilla. Por ejemplo, y solo como punta del iceberg, cada vez que el fisco analiza la implementación de un nuevo impuesto o el incremento en la recaudación de otros, la víctima usual es la clase media (léase pendejos). Se nos exige o impone, por acción u omisión, todo tipo de deberes y cargas; seguro social, seguro educativo, impuesto a la renta, educar a los hijos en colegios privados (a causa del deterioro de la educación pública) y un largo etcétera de obligaciones, mientras que al “vivo” se le paga por delinquir, por no estudiar ni trabajar; no se castiga la invasión a la propiedad privada y, en fin, otro larguísimo etcétera de derechos y cero obligaciones. Y de la clase política ni hablar, el 99% llega al poder con el afán de lucrar, factor determinante para que la democracia esté hoy más que moribunda; pues su mayor atributo, “el imperio de la ley”, ha sido reemplazado por el “juega vivo” de unos, en perjuicio de muchos. En Estados Unidos, Donald Trump ganó las elecciones no por lo que dijo, sino por la desesperanza de la gente. Peligroso.

