El confeti electoral se ha disipado, las promesas se han guardado en el cajón del olvido y, como en un bucle infinito, nos encontramos exactamente donde empezamos. Las urnas hablaron, sí, pero su veredicto fue un eco familiar: los mismos rostros, las mismas promesas, los mismos empresarios de siempre. Y uno no puede evitar preguntarse, con una mezcla de resignación y escepticismo, ¿acaso estamos condenados a repetir la historia electoral una y otra vez?
Las elecciones pasaron, y el “cambio” prometido se reveló como un espejismo. Los empresarios, esos expertos en eficiencia financiera que prometieron transformar el país en una corporación funcional, volvieron a ganar. Su discurso de “yo sí sé cómo se maneja esto” resonó en los oídos de un electorado cansado de la ineficiencia, pero ansioso de “seguridad”. Olvidamos, una vez más, que la gestión pública no es un simple balance contable, sino un entramado complejo de necesidades humanas, justicia social y equidad. Pero, ¡qué importa! El brillo del éxito empresarial volvió a deslumbrar.
Y luego están “los de siempre”, esos políticos que parecen tener raíces en el mismísimo asfalto de nuestras calles. Sus nombres son tan familiares como el del panadero de la esquina. Conocemos sus trucos, sus discursos prefabricados y sus promesas que se desvanecen como humo. El “más vale malo conocido...” se convirtió en nuestro mantra electoral, una especie de resignación disfrazada de pragmatismo. Preferimos la decepción conocida a la incertidumbre de lo nuevo, aunque lo nuevo prometa mejores condiciones.
El mesianismo, ese virus electoral que nos hace creer en salvadores individuales, volvió a hacer estragos. Buscamos líderes que nos liberen de nuestros problemas, en lugar de soluciones colectivas y participativas. Y, como espectadores seducidos por el carisma y las promesas grandilocuentes, optamos por el entusiasmo sin análisis, sin examinar a fondo el historial ni las propuestas.
Nuestra amnesia colectiva, esa extraña capacidad para olvidar los escándalos y las promesas incumplidas, jugó su papel estelar. Cada elección parece un borrón y cuenta nueva, una oportunidad para volver a creer en los mismos actores que nos defraudaron. Es como ver una serie repetida, sabiendo el final, pero esperando ingenuamente que esta vez sea distinto.
Y así, una vez más, nos encontramos con el mismo resultado. El déjà vu electoral nos golpea con fuerza, recordándonos que el cambio no llega por arte de magia, sino con conciencia crítica y participación activa. Pero, ¿quién tiene tiempo para eso cuando la telenovela de la política es tan entretenida?
Quizá, en el fondo, esta repetición revela una profunda inseguridad social. Nos aferramos a lo conocido, a la imagen del “que sabe” o al confort de la familiaridad, por miedo a lo incierto. Es un temor comprensible, pero que puede condenarnos a repetir errores.
Así que, mientras observamos el mismo panorama político de siempre, con los mismos empresarios y políticos de siempre, tal vez valga la pena reflexionar sobre nuestra propia responsabilidad en este ciclo. Porque, al final, el déjà vu electoral no es un destino inevitable, sino una elección que hacemos una y otra vez.
Y el título... quizás deberíamos llamarlo: “Crónica de un error anunciado (y repetido)”.

