Hay momentos en la historia de los pueblos en que el miedo paraliza. Miedo al cambio, miedo a perder lo poco que se tiene, miedo al futuro incierto. Panamá, pese a su inmenso potencial, vive hoy uno de esos momentos. Se alzan voces contra la modernización del país, contra los tratados comerciales, contra la inversión extranjera, contra las grandes obras de infraestructura. Todo se mira con desconfianza. Todo se convierte en motivo de sospecha. Pero el verdadero enemigo no es el cambio: es el miedo.
Filósofos como Heinz Bude y Zygmunt Bauman han advertido que, cuando el miedo se vuelve social, se convierte en una fuerza que fragmenta y oscurece. La sociedad ya no actúa por sueños compartidos, sino por temores colectivos. Y en ese clima, florecen el populismo, el clientelismo, la negación del futuro. En Panamá, ese miedo se disfraza de patriotismo, de defensa de lo “nuestro”, de orgullo mal entendido. Pero la verdad es que el miedo nos está robando el porvenir.
Y, sin embargo, Panamá no está condenada a vivir en el temor. Nuestra historia es la historia de un país pequeño que ha logrado hazañas grandes. Construimos un canal que une los mares. Creamos una economía de servicios sin petróleo ni industria pesada. Abrimos nuestras puertas al mundo y supimos crecer. Hoy, ese mismo espíritu debe resurgir. No para repetir lo que ya hicimos, sino para dar el siguiente gran paso: convertirnos en el primer país desarrollado de América Latina.
Ese debe ser nuestro propósito nacional. Un propósito que supere las diferencias políticas, sociales y económicas. Que nos una a todos: al productor en Chiriquí, al indígena en la comarca, al trabajador portuario en Colón, al profesional en la ciudad, al joven que sueña con oportunidades. El miedo nos divide. El propósito nos une.
Debemos imaginar un Panamá donde todos —sin excepción— tengan acceso a educación de excelencia, salud moderna, justicia eficiente, empleo digno, vivienda segura. Donde el progreso no sea una promesa lejana, sino una experiencia cotidiana. Donde podamos mirar a nuestros hijos con la certeza de que vivirán mejor que nosotros.
Para lograrlo, debemos atrevernos a dar pasos valientes: integrarnos a los bloques económicos del mundo, diversificar nuestra economía, invertir en infraestructura moderna, desarrollar el talento panameño y recuperar el orgullo de tener instituciones fuertes. No es una tarea fácil, pero es posible. Y vale la pena.
Panamá puede ser más que un punto en el mapa. Puede ser un ejemplo. Puede ser el primer país desarrollado de América Latina. Pero para eso, debemos dejar atrás el miedo y abrazar, juntos, un nuevo propósito nacional.
El autor es exdirector de La Prensa

