En momentos de alta polarización, entristece ver cómo el lenguaje deja de ser una herramienta de análisis y se convierte en un arma de demolición. El artículo de opinión publicado recientemente bajo el título “José Raúl Mulino, ¿rey o presidente?” no es una crítica en defensa de la democracia, como pretende, sino un compendio de falacias retóricas, ataques ad hominem, populismo moralizante y nostalgia ideológica. Bajo el disfraz de sátira política, el autor despliega una serie de argumentos sin evidencia, afirmaciones categóricas sin contexto y —más preocupante aún— una instrumentalización deshonesta de principios democráticos fundamentales como la libertad de expresión y la presunción de inocencia.
Lo primero que salta a la vista es la flagrante ironía del autor, que denuncia con aspavientos un supuesto autoritarismo mientras, en el mismo aliento, reclama impunidad automática para actores investigados por blanqueo de capitales —como si pertenecer a un sindicato o militar en la izquierda ideológica otorgara inmunidad moral. En su narrativa, todo el peso de la lucha de clases y el resentimiento histórico contra las élites se proyecta sobre una sola figura: el presidente José Raúl Mulino, convertido en blanco simbólico de toda frustración. Y es que la ministra de Trabajo no “decidió” por capricho disolver un sindicato. Lo hizo respaldada por denuncias documentadas, análisis financieros y un procedimiento administrativo amparado en la ley. Negar esa realidad no solo socava el principio de legalidad, sino que convierte la institucionalidad del Estado en rehén de la retórica ideológica. No hay mayor irresponsabilidad cívica que confundir fiscalización legítima con este tipo de dogmatismo militante.
El texto recurre además a falacias de falsas equivalencias al comparar la acción regulatoria del Estado con una supuesta persecución política contra opositores. En ningún momento se ha proscrito la existencia de sindicatos. La medida adoptada responde, entre otras cosas, a irregularidades financieras serias detectadas por varias autoridades e instituciones autónomas sobre una figura jurídica distinta —una cooperativa— sujeta, como cualquier otra entidad en una democracia funcional, al escrutinio de la ley. Esta distinción, fundamental desde el punto de vista legal y ético, es deliberadamente ignorada por el autor para sostener una narrativa prefabricada de victimización. Si esta omisión es intencional, revela un preocupante desprecio por la verdad; si es producto de desconocimiento, entonces estamos ante un síntoma aún más grave: la banalización de la política mediante el uso irresponsable del discurso público.
Y conviene detenerse en la premisa central que el autor intenta explotar con burla: la supuesta contradicción entre denunciar persecución política y ejercer autoridad desde el poder porque quien está en el poder “hizo lo mismo”. La crítica se ancla en “Mulino y su pandilla hicieron lo mismo cuando estaban abajo”, una lógica circular propia de la cultura del escarnio, donde se trivializa todo proceso judicial. Sí, es cierto, el abogado, exministro y después candidato Mulino señaló que fue objeto de ataques con motivaciones políticas. Y lo hizo con razón: fue sometido a un proceso del que salió absuelto y con sobreseimiento definitivo, lo que aparentemente no impide que sus detractores insistan en enlodarlo bajo una narrativa gastada. La paradoja es que los mismos sectores que claman por el debido proceso hoy lo desechan con desdén cuando ya no les conviene, porque ahora lo que conviene es cerrar filas ideológicas en otro lado. Hemos llegado al punto en que la política panameña parece una relación tóxica: una donde las heridas pasadas se utilizan no para sanar, sino para reciclar resentimientos. Esta dinámica de revancha emocional no solo tranca el debate, sino que convierte la democracia en un teatro de moralismo sin responsabilidad.
Resulta agotador tener que aclarar que estas palabras no constituyen una defensa ciega de ninguna figura en el poder ni de sus eventuales errores. Hay mucho que decir sobre este mandato presidencial, particularmente alrededor de la figura del expresidente Martinelli, pero la deshonestidad intelectual en nuestro país ha alcanzado tal nivel de descaro que guardar silencio frente a la manipulación sistemática del lenguaje —presentada como opinión legítima— sería una forma de complicidad. Y es que, en el juego retórico de algunos opinadores locales, toda acción del Estado es autoritaria, todo marco legal es arbitrario y toda disidencia —real o simulada— es automáticamente heroica. El problema de hoy es que esa simplificación infantil no resiste el más mínimo rigor argumentativo. Porque cuando el debate se reduce a caricaturas, lo que se pierde no es solo la credibilidad de los autores, sino la posibilidad misma de una deliberación democrática con contenido entre los lectores y la audiencia. Y eso es precisamente lo que hemos normalizado: cada mañana, en nuestras pantallas, noticieros y redes sociales, somos testigos de una carrera absurda —una especie de Fórmula 1 de la demagogia— por ver quién lanza el chiste más hiriente, el apodo más grotesco o la sospecha más escandalosa. Se ha sustituido el pensamiento por la provocación, el argumento por la estridencia. Pero lo que está en juego no es solo el tono del debate: es la calidad de nuestra democracia.
Más preocupante aún es la retórica inflamatoria que sugiere que el país se dirige a una dictadura. Comparar a Mulino con asesinos y agresores de la democracia como Noriega o Maduro sin ningún sustento, más allá de una frustración editorial, revela un patrón común en la decadencia de las opiniones políticas —a las que todos tenemos derecho— y de las marcas políticas tradicionales: la sustitución del debate programático por el espectáculo de la indignación permanente. Se trata de un síntoma evidente de la descomposición estructural de la política: una escena donde candidatos presidenciales derrotados, exgobernantes desacreditados y opinadores autoproclamados se congregan en coaliciones volátiles, no para ofrecer una visión alternativa de país, sino con el único propósito de socavar a quien ocupe —o siquiera sirva desde— el Ejecutivo. No importa quién gobierne ni con qué agenda: basta con que no pertenezca a su tribu emocional y listo. Esta dinámica tribal y populista no solo erosiona la legitimidad de las instituciones, sino que alimenta una cultura de cinismo, donde el descrédito se vuelve la moneda corriente y la democracia se reduce a una guerra de eslóganes huecos.
Este fenómeno no es exclusivo de Panamá, por supuesto. Lo vemos en toda América Latina: en la proliferación de candidaturas sin partido, en la demonización sistemática del adversario y en la glorificación de la protesta como única forma legítima de participación política. El resultado es un ecosistema mediático y político que favorece el grito sobre el argumento, la insinuación sobre la evidencia, la narrativa sobre la verdad; y, aparentemente, en nuestro país también los golpes físicos y amenazas de muerte sobre cualquier tipo de diálogo.
Al atacar a la administración actual con este tipo de hipérboles y caricaturas ridículas, se erosiona el espacio necesario para criticarla como se debe. Y este es el verdadero problema: en vez de enriquecer el debate, lo empobrecen. En vez de vigilar al poder, lo banalizan. El resultado tangible de esta dinámica de cinismo y tribalismo disfrazado de opinión crítica es una generación de liderazgos cada vez más desprovistos de densidad intelectual y convicción estratégica. Lo vemos reflejado con claridad dolorosa en la Asamblea Nacional: una institución que, en teoría, debería ser el semillero de los cuadros políticos que conducirán al país en los próximos años, pero que, en la práctica, se ha transformado en un gallinero ensordecedor, saturado de discursos que rozan lo absurdo. Todo esto ocurre en el peor momento posible: cuando Panamá atraviesa la mayor crisis diplomática de una generación, en un contexto global marcado por un reordenamiento del poder que redefine las reglas del juego internacional. Mientras el mundo debate su nuevo equilibrio, nosotros ofrecemos lo peor que tenemos para responder al desafío: ruido y una clase dirigente opinante que confunde virilidad con visión.
En resumen: si el objetivo del artículo era criticar políticas públicas, decisiones administrativas o incluso desacreditar al actual gobierno, habría bastado con argumentos. Pero al recurrir a la deshumanización, al uso de tropos dictatoriales sin justificación y a un tono más propio de una trinchera que de una columna de opinión, el autor se ha convertido —paradójicamente— en lo que más teme: un agente de desinformación que contribuye, no a la defensa de la república, sino a su fragmentación emocional. Al parecer, nos sentimos más cómodos vociferando desde la tribuna del hipódromo moral, lanzando acusaciones infundadas y calificando de “asesinos” de la democracia a quienes ni han sido imputados, ni juzgados ni mucho menos condenados por semejante crimen. Se prefiere la estridencia de la injuria a la disciplina del argumento. Si este es el tono y el lenguaje de quienes aspiran a comunicar verdades o servir al Estado como funcionarios públicos electos, entonces lo que está en crisis no es la política, sino la dignidad del civismo y del servicio público.
La democracia no se erosiona cuando un Estado firma memorandos de entendimiento con aliados estratégicos ni cuando intenta reconstruir, desde sus instituciones, el andamiaje político de una nación fragmentada. La democracia muere cuando todo desacuerdo se convierte en pretexto para la demolición personal. Muere cuando la libertad de expresión deja de ser una herramienta para iluminar el debate público y se transforma en un arma para enlodarlo con insinuaciones y acusaciones irresponsables. En ese momento, ya no se defiende la libertad: se prostituye su propósito.
El autor es ex viceministro de Relaciones Exteriores.

