América Latina vive un momento decisivo. La democracia, ese sistema que tantas generaciones soñaron y defendieron con sacrificio, parece hoy caminar sobre una cuerda floja. Los titulares se repiten: presidentes que concentran el poder, tribunales debilitados, parlamentos convertidos en sellos de goma y sociedades cada vez más cansadas de promesas incumplidas. El desencanto se siente en las calles, en las urnas y en las miradas de millones de jóvenes que han perdido la fe en que las instituciones puedan dar respuesta a sus necesidades más urgentes.
La región muestra señales alarmantes. En El Salvador, el discurso de la seguridad se ha usado para justificar la concentración de poder y la suspensión de derechos básicos. En México, las reformas que afectan la independencia judicial encienden las alarmas sobre el futuro del Estado de derecho. En Bolivia y Ecuador, la polarización y la violencia política amenazan con arrastrar a sus pueblos a una espiral de inestabilidad. Mientras tanto, Uruguay, con su tradición institucional sólida, se mantiene como un faro solitario en medio de una tormenta democrática que parece imparable.
¿Y Panamá? Aunque muchos crean que aquí las instituciones son más firmes, sería ingenuo pensar que estamos inmunes. Las masivas protestas de 2023 y 2024 contra el contrato minero demostraron la fractura profunda entre ciudadanía y Estado. La desconfianza hacia la clase política es cada vez más evidente, alimentada por escándalos de corrupción, clientelismo y la incapacidad de dar respuestas efectivas a problemas estructurales como el sistema de pensiones, la desigualdad social o la crisis educativa.
El peligro está en creer que el debilitamiento democrático ocurre de un día para otro. La historia enseña que se erosiona lentamente, casi de manera imperceptible. Primero se normaliza el ataque a las instituciones; luego se justifican los abusos en nombre de la “gobernabilidad”; y cuando finalmente reaccionamos, los espacios de libertad ya se han encogido demasiado. En ese escenario, Panamá debe mirarse en el espejo de la región y preguntarse: ¿queremos seguir el camino del desencanto y la resignación, o estamos dispuestos a defender con firmeza lo que hemos construido?
La democracia no es perfecta, y eso lo sabemos. Pero es el único sistema que permite corregir sus propios errores sin violencia, abrir las puertas a la participación ciudadana y dar voz a quienes históricamente fueron silenciados. Defenderla no significa negar sus fallas, sino tener el valor de exigir más transparencia, más rendición de cuentas y más justicia social.
El destino de Panamá no está escrito. Podemos convertirnos en un ejemplo de renovación democrática en la región, pero ello exige valentía: de nuestros líderes, para actuar con ética y visión de país; y de la ciudadanía, para mantener viva la llama de la vigilancia y la participación. Como latinoamericanos, cargamos la memoria de generaciones que lucharon por la libertad. Honremos ese legado. La democracia es frágil, pero también es fuerte cuando un pueblo decide cuidarla. Esa es la decisión que Panamá debe tomar hoy.
El autor es asistente investigador del Cieps (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales).

