¿Desobediencia u obediencia?

Hace unos días, esta semana pasada, cavilaba sobre qué tenemos a mano los ciudadanos para cuando los poderes del Estado constituidos por nuestras decisiones electorales, no atienden las preocupaciones que voceamos insistentemente y que caen en un vacío sordo.

Puntualmente, pensaba de qué manera la desobediencia civil puede llevar a la ciudadanía a que los gobernantes rindan cuentas, una obligación no negociable, y se obedezca la voluntad popular, así como se obedece la voluntad electoral, aunque fuese equivocada. En eso, entraba al ascensor una mujer joven que comentaba lo decepcionada y frustrada que estaba con el acontecer nacional, con el resultado burlón de las reuniones en mesas de todos los tamaños, donde la denuncia y el rechazo a la corrupción no había sido atendida en ninguna de ellas, como si el árbol torcido se corrige recortando las ramas. Y, como leyendo mi mente, me dice: es necesario que utilicemos la desobediencia civil como arma para validar nuestras propuestas, como hicimos durante la dictadura militar en su agonía.

Para quienes ostentan el poder, la desobediencia civil es un acto de anarquía, mientras que el diario asalto al erario, la burla petulante y vulgar a las gentes y la palidez mortuoria de las autoridades ante los delitos, no lo son. Delitos que van desde la robadera con y sin contratos para robar -generalmente mal vestidos y mamarrachos y otras veces togados de blanco y polutos-, hasta permitir que se obstaculice porque sí el libre tránsito de las personas, el trabajo y la integridad física.

¿Qué es gobernar? La definición señala que “es el proceso de interactuaciones a través de las leyes, las normas, el lenguaje o el poder de una sociedad organizada sobre su sistema social”. Y, entre sus elementos, está, como también se exige y se han señalado por otros, el cumplimiento, la administración, el manejo del riesgo y la ética. ¿Hacemos la tarea? ¿En dónde se falla y se ha fallado aquí con nosotros? Mientras no haya -y no ha habido- comando, dirección, autoridad, ejecutorias, ley e identidad cívica y humanista, no hay ética ni hay gobernabilidad.

Para quienes ostentan el poder, la desobediencia civil es un acto de anarquía, mientras que el diario asalto al erario, la burla petulante y vulgar a las gentes y la palidez mortuoria de las autoridades ante los delitos, no lo son.


Tenemos un legislativo que, en forma sistemática, hace exactamente lo que le da la gana, miente, se burla, sustrae de la caja registradora y celebra. Si el cansancio se tomó las calles, fue la corrupción administrativa y administrada desde el gobierno, que salpica cuando no es salpicada por algunos segmentos de la empresa privada, desde lustros atrás pero más hiriente y costosa cada día, por la que todos hemos protestado, protestas que aún no se escuchan ni se les atiende. Arrogante prueba de ello es la respuesta del Legislativo: aumentar en 39.2% su presupuesto (de $144 millones a $200 millones anuales) tantas veces cuestionado y pretender aprobarse un chaleco que les proteja la corrupción, la vulgaridad, la blasfemia y la mentira.

Mientras no se paguen las compras de insumos y medicamentos comprados a crédito, mientras no sean higiénicas las escuelas, mientras la tarifa eléctrica suba a cuanto antojo se le ocurre a quienes inundaron las tierras de las comarcas para clavarles altas cercas de concreto y ni siquiera dejarles luz y telefonía, mientras sea tormentoso y desolador el uso de calles y avenidas, mientras el aseo de los barrios sea una vergüenza que hunde cruceros frente a las costas del istmo con cintura de prostituta, no será el costo de la gasolina, ni la guerra en Ucrania, ni la canasta básica para los pobres, ni la tuna ni el arroz lo que hay que resolver. Hay que resolver la corrupción y la impunidad gobernante, y esto es lo que se ha debido llevar a las mesas desde el primer día que se les encontraron como instrumentos.

¿Cuáles propuestas ciudadanas? Remover funcionarios que faltan y han faltado a su deber y responsabilidad de originar o de controlar los costosísimos gastos superfluos, las grietas por donde se van los dineros de y para la corrupción, funcionarios cuya alcurnia -aunque no noble- conocemos. Romper las filas y chequeras para clientes y parientes en la Asamblea Nacional, la Caja de Seguro Social y el Ejecutivo. Dejar de regalar la gasolina a todos los funcionarios, empleados cuyos salarios se inflan con toda clase de otras prebendas, mientras sus funciones se desinflan en los mismos vehículos. Castigar con vertical firmeza, sin pusilanimidad, a todo aquel que obstaculiza el fluir temprano de la justicia, no importa la toga ni el verbo, todo aquel que interpreta la regulación por conveniencia, todo aquel que burla y viola lo correcto utilizando la ley. Mientras no se detenga la impunidad, ninguna solución será a largo plazo. Sin justicia, no hay paz.

El autor es médico pediatra y neonatólogo.


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