En cualquier democracia funcional, el Órgano Legislativo debe ser el epicentro del debate de altura: el espacio donde se construyen las leyes con seriedad, respeto y visión de país. No por gusto los llamamos “Padres de la Patria”. Sin embargo, en Panamá, la Asamblea Nacional se ha convertido en un escenario bochornoso, donde reinan la desfachatez, la ignorancia y la violencia, tanto verbal como física.
Lo ocurrido recientemente —cuando el tema del día no fue una ley ni una política pública, sino si un diputado es o no “ñañeco” por denunciar las agresiones físicas y amenazas recibidas de uno de sus colegas— no solo ofende la inteligencia del pueblo panameño, sino que confirma el estado de degradación institucional y social en el que nos encontramos.
Las agresiones físicas, los gritos, los gestos vulgares y las burlas misóginas, homofóbicas o racistas no son hechos aislados. Forman parte de un patrón reiterado que ha dejado de escandalizarnos porque, lamentablemente, lo vemos como parte del espectáculo. Pero no lo es. Esto no es entretenimiento. Es una muestra grotesca de cómo quienes deberían dar ejemplo de civilidad y liderazgo se han convertido en caricaturas del poder. Lo que se vive en ese hemiciclo es una vergüenza nacional, una ofensa directa a los ciudadanos que aún creen en la política como instrumento de transformación.
No se trata de moralismo barato. Se trata de ética pública. De respeto mínimo al cargo que ocupan y a la investidura que representan. Cuando un diputado insulta, amenaza o banaliza el sufrimiento de otros, no solo se degrada él mismo, sino que arrastra consigo a la institución que representa y socava la ya golpeada confianza ciudadana.
El problema no es únicamente lo que ocurre dentro de la Asamblea, sino el mensaje que estos comportamientos proyectan a la sociedad. Si nuestros “líderes” se comportan como pandilleros de cuello blanco, ¿qué podemos esperar de nuestros jóvenes y de nuestras comunidades? ¿Cómo exigimos respeto, civismo y cultura democrática si el modelo que mostramos es un circo agresivo y vulgar? Esta desconexión entre el deber ser y el ser real de nuestros políticos es una de las causas profundas de la crisis de valores que vivimos.
El uso del término “ñañeco” en el debate público es, además, profundamente lamentable. No solo por el tono burlesco o despectivo con que se utiliza, sino porque evidencia hasta qué punto hemos banalizado las discusiones políticas. Convertirlo en arma política o en burla revela que seguimos siendo una sociedad profundamente intolerante y prejuiciosa; una sociedad donde no se castiga la corrupción ni la incompetencia, sino la diferencia. ¿Qué dice esto de nosotros? ¿Qué dice de quienes hemos permitido que estos comportamientos se normalicen?
Es hora de exigir más. Dejar de aplaudir el show y comenzar a demandar responsabilidad. Dejar de ver a los diputados como figuras de farándula y tratarlos como lo que deberían ser: servidores públicos al servicio del bien común.
La Asamblea Nacional debería ser un templo del diálogo, no una cantina de insultos. Y los diputados deben entender que su investidura no les da licencia para comportarse como adolescentes malcriados. Si no lo entienden, nos toca a nosotros, como sociedad, poner el límite. Porque si el país se ha convertido en un chiste, es porque hemos permitido que los payasos tomen el micrófono.
Señores, ya es hora de apagarles el espectáculo.
La autora es abogada.


