Es cierto que “donde ves el humo está el fuego”, y también lo es que el estruendo delata lo que sucede con algunos asuntos públicos.
En un escrito anterior me referí a la bondad del delicado programa de “alfabetización constitucional”; pero en esta oportunidad quiero advertir los peligros que trae. Me refiero a que se está promoviendo el mecanismo de la constituyente originaria como única vía para procurarnos una nueva Constitución. ¿Y qué hay del artículo 314 de la Constitución vigente, que determina que las instancias para la adopción de una nueva Constitución son exclusivas de una constituyente paralela? La alfabetización no parece educar sobre esta obligación, y ahora está llevando la pretensión originaria a los segundos ciclos del país.
Lo que estamos viendo con este nuevo rumbo es una forma de mediatizar el razonamiento de los futuros ciudadanos y de sus padres. No puede permitirse que en una actividad pública como ésta se entremezclen preconceptos que desvirtúen nuestro derecho a pensar libremente. Aclaro nuevamente que no soy jurista, pero poseo cultura cívica y social que me fue inculcada desde la niñez. Me adentro experimentalmente en esos senderos porque me preocupa lo político y social; tengo adicción a la ciencia del Derecho, y al principio de que los actos de gobierno deben darse considerando a la sociedad entera y no a personas o grupos específicos. De aquí surge mi apego a la investigación del manejo de estas cosas.
Sobre la Constitución, ella requiere la históricamente definida armonía en sus componentes y, en nuestro caso, normas explícitas, circunstanciadas y entendibles que no se presten para interpretaciones oportunistas. Además, he expresado mi presentimiento de que el confuso proyecto de Constitución que en 2019 elaboró el Consejo de la Concertación Nacional será revivido para impulsar una controversia política que genere un escenario propicio para confundir a la ciudadanía. En aquel ejercicio exhibieron, conscientemente o no, una trama ideológica obsoleta, mecanismos institucionales de imposible manejo político, y algunas concepciones inoperantes copiadas de la Constitución colombiana de 1991. Podría sospechar que se forzaron criterios categóricos para nublar la visión de los destinatarios finales. Esa es una táctica conocida, y serviría de paso para empezar de cero con la constituyente originaria, que no tiene límites formales: da por sentado que no existe nada y ejerce su mando único aboliendo todas las instituciones existentes, comenzando con el Órgano Ejecutivo.
Si bien subsisten ciertos pensamientos válidos sobre la vida económica y social de los pueblos, otros fueron utópicos o lanzados en términos de la visión de determinada situación, y ya consumieron su ciclo de vida. Esta realidad hace indispensable que ahora expongamos enfoques hacia el futuro, y tengamos el tiempo antiguo más como referencia. Hoy dependemos de nuevas ideas y tecnologías para solucionar las privaciones que afectan a todos los ámbitos de la población; ya no se trata de resolver un problema concreto, sino de atender las penurias de la sociedad teniendo en mente el desarrollo humano general. Este planteamiento lo hago para levantar el velo a cualquier engañoso o pasado “ismo” que impulse esquemas de cualquier color extraídos de ideologías decadentes.
Para concluir, considero impostergable presentar una perspectiva de higiene política y social que nos rescate de la pérdida de confianza en la Constitución, nos libere de la enfermiza forma de legislar y acabe con la nebulosidad con que se ha venido aplicando la administración de justicia. El fortalecimiento de las normativas constitucionales tiene que tender a eliminar los vicios, fueros, privilegios, falsedades, abusos legislativos, paternalismo estatal, desigualdad ante la ley y el clientelismo de los partidos políticos. Es importante señalar esto, porque el futuro de nuestra nación no depende de actos irreflexivos: reposa en la inteligencia con que logremos descontaminar ese orden de convivencia que se llama Constitución Política. El progreso del país no se obtiene a través de ilusorias relaciones de poder político, sino a través de una evolución concertada, educada, pacífica y humana de la población.
El autor fue embajador ante las Naciones Unidas.

