Cuando hablamos de duelo, por lo general, se asocia a la muerte física de un ser querido. Sin embargo, existen otros tipos de pérdidas igualmente significativas, que también desgarran sigilosamente. Uno de ellos es el duelo por separación o divorcio.Esta experiencia, aunque frecuente, suele minimizarse con frases bien intencionadas como “ya lo vas a superar”, “más vale solo que mal acompañado”, “la vida sigue” o “el mundo no se detiene”. Todas son ciertas —muy ciertas—, pero aun así es necesario atravesar un proceso emocional realmente profundo.
Una separación no solo implica la ruptura de una relación amorosa o de un matrimonio constituido; también representa la pérdida de proyectos compartidos, rutinas diarias, redes de apoyo y, muchas veces, parte de la identidad personal. La persona no solo pierde a su pareja, a su esposo o esposa: pierde una versión de sí misma que construyó en compañía del otro. Y esa pérdida duele.
A diferencia del duelo que se vive ante una pérdida por fallecimiento, la separación o el divorcio rara vez cuentan con un entorno que brinde contención o apoyo emocional. Quienes atraviesan una ruptura suelen sentirse culpables, avergonzados o presionados a recuperarse de inmediato. La sociedad, en lugar de acompañar, juzga, opina o romantiza la soledad como símbolo de fortaleza, olvidando que toda pérdida merece su duelo y que sanar no es instantáneo.
Una ruptura puede remover emociones profundas y contradictorias: enojo, tristeza, miedo, soledad o confusión. Muchas personas incluso experimentan síntomas parecidos a una depresión situacional —como insomnio, cambios en el apetito, dificultad para concentrarse, aislamiento o baja valoración personal—. No es una señal de debilidad; es parte del camino humano de sanar.
Ante la muerte, la sociedad acompaña: se abrazan los duelos, se comparten lágrimas y silencios. Pero tras una separación, el dolor suele vivirse en soledad, sin rituales que ayuden a cerrar capítulos. Aun así, reconocer la pérdida y darle un sentido simbólico es clave para sanar. Algunas personas encuentran ese cierre en la terapia; otras, escribiendo, hablando o reconstruyendo sus propios espacios.
Mencionar el duelo no busca alimentar el dolor, sino darle un nombre y validarlo. Para muchos, esta experiencia marca un cambio profundo en su manera de sentir y relacionarse con la vida.
El duelo no busca borrar lo que fue, sino permitir que, desde la aceptación, se construya un presente distinto. A través del acompañamiento terapéutico, el apoyo genuino de otros y el paso del tiempo, es posible resignificar la experiencia y reencontrarse con la calma emocional. Cada historia avanza a su propio ritmo; no hay atajos, solo procesos.
En un país como Panamá, donde hablar de salud mental aún supone un reto, urge dar voz a estos duelos invisibles. La separación o el divorcio no deberían vivirse desde el silencio ni la vergüenza, sino comprenderse como procesos reales que requieren acompañamiento y sensibilidad social.
Por otro lado, cuando este tipo de duelo queda sin atender, el dolor no se extingue: se transforma. A veces, esa transformación se traduce en comportamientos destructivos que pueden escalar desde agresiones emocionales hasta actos fatales relacionados con la violencia de género. Comprender y abordar el impacto psicológico de una ruptura no debería verse como un lujo, sino como una necesidad urgente para prevenir consecuencias irreparables.
Es necesario educar a la sociedad para detectar señales de alerta que indiquen que una persona no está gestionando de forma saludable una ruptura. Identificar a tiempo emociones desbordadas, conductas controladoras o reacciones violentas permite intervenir antes de que el dolor se convierta en daño.
Porque un duelo no atendido no solo hiere a quien lo vive… también puede herir a quienes lo rodean.
La autora es psicóloga y periodista.

