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El arte de traicionar sin sonrojarse

El matraqueo es todo un arte. Oscuro, sí, pero refinado. Se cultiva en penumbra, se negocia en susurros y se ejecuta con una sonrisa cómplice… o con el silencio protector de una votación secreta. Lo ocurrido recientemente en la Asamblea Nacional no es un escándalo nuevo, pero sí un recordatorio de que la traición política en Panamá dejó de ser excepción para convertirse en costumbre.

La reciente conformación de la Comisión de Credenciales, Reglamento, Ética Parlamentaria y Asuntos Judiciales —una de las más estratégicas del Legislativo— fue el escenario perfecto para que ese arte se ejerciera con precisión. La lista final reveló una operación meticulosa de reparto de cuotas, alianzas cruzadas y fidelidades negociadas. Resultaron electos: Benicio Robinson (PRD); Dana Castañeda y Ariel Vallarino (Realizando Metas); Joan Guevara (Alianza); José Luis Varela (Panameñismo); Yamireliz Chong y Augusto Palacios (Vamos); y Ernesto Cedeño (MOCA/Seguimos). El último puesto se definió por tómbola, tras un empate con la diputada Yesica Romero. Shirley Castañeda presidirá la comisión, según fuentes oficiales.

Tras esa selección, que aparenta diversidad, se esconde un patrón reconocible: fragmentación deliberada de bloques, cooptación de voluntades y uso del voto secreto como escudo de impunidad. Lo sorprendente no es la maniobra, sino su normalización. Lo verdaderamente alarmante es que ya ni siquiera escandaliza.

El bloque de 37 diputados, que en campaña prometió unidad férrea y disciplina interna, hoy se asemeja más a un club de apuestas que a una fuerza parlamentaria coherente. Se elaboran hojas de cálculo para anticipar votaciones, operadores políticos mueven fichas desde la sombra y diputados negocian como si cada decisión fuera una subasta. Todo, por supuesto, en nombre del “consenso”.

¿Quién traicionó? La pregunta parece retórica. La respuesta, obvia: traicionó quien tenía algo que ganar. Y, sin embargo, nadie lo admite. Es el viejo juego del sospechoso colectivo. Una versión tropical de Rubén Blades: todos en la sala son culpables, pero cada uno acusa al otro con cara de inocente.

Algunos defienden su voto apelando a la “palabra dada”, como si tuviera algún valor en un entorno donde las promesas se disuelven más rápido que una curul bien ubicada. Otros se amparan en tecnicismos, mientras la ciudadanía observa —una vez más— cómo los acuerdos firmados en tinta se traicionan con la misma facilidad con que se descuelga un teléfono para pactar una visita “casual”.

Porque el matraqueo real no ocurre en el pleno, sino en pasillos, oficinas y cenas sin cámaras. Allí se define el destino de las comisiones, se negocian reformas clave y se canjea una presidencia por silencio, una lealtad por un contrato, una independencia por conveniencia.

Lo más inquietante es la naturalización de estas prácticas: que el voto secreto —concebido para proteger la conciencia del legislador— se haya convertido en trinchera para esconder traiciones; que la palabra “traición” ya no provoque indignación, sino resignación; que los partidos guarden silencio y los bloques se disuelvan ante la primera oferta tentadora.

Y, sin embargo, nadie rinde cuentas. Nadie se levanta a decir “fui yo”. Judas, en la política local, no necesita esconder las monedas: las exhibe en forma de puestos, alianzas y repartos. Siempre, por supuesto, “por el bien del país”.

A estas alturas, nadie espera santos en la Asamblea. Pero aún queda quien espera, al menos, algo de vergüenza.

El autor es máster en administración industrial y está certificado en IA generativa.


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