¿Cuántas veces hemos experimentado una situación difícil o nos hemos sentido tristes, abrumados o bravos y, al compartir nuestras emociones con un ser querido, la respuesta es: “No te sientas así”, “Todo pasa por algo y quizá fue mejor para ti” o “Todo va a estar bien, olvídate de eso”? Todas estas respuestas son ejemplos de invalidación.
La mayoría de las personas responde así con buenas intenciones: para hacernos sentir mejor o ayudarnos a ver otra perspectiva. Otras lo hacen porque les afecta vernos sufrir y necesitan sacarnos de la emoción lo más rápido posible, o por temor a que, al validar nuestras emociones, pensemos que están validando nuestra conducta u opinión. La realidad es que estas respuestas no solo no ayudan; también hacen daño a quien las recibe y a la relación entre los interlocutores.
La Dra. Marsha Linehan, quien ha estudiado la validación y sus efectos durante años, define el acto de validar como recibir la experiencia emocional del otro con entendimiento, legitimidad y aceptación. La validación no busca cambiar la experiencia emocional de la otra persona; busca resaltarla para facilitar la aceptación de sus emociones y de la forma en que las experimenta. A su vez, ayuda a regularlas porque promueve espacios seguros de conversación, entendimiento y conexión, lo que disminuye la frecuencia, intensidad y duración de la desregulación emocional. Por último, fortalece y mejora las relaciones entre padres e hijos, parejas y amigos.
Los estudios indican que la invalidación hace que quien la recibe se sienta castigado, avergonzado, no escuchado o no entendido. Todo esto intensifica la respuesta emocional y deteriora la relación.
¿Cómo se aprende a validar? Se comienza por escuchar activamente la experiencia del otro. Por ejemplo, si estamos en un lugar con alguien que dice “tengo calor” y nosotros pensamos “yo no”, ambas experiencias son válidas, porque cada persona tiene su propia percepción de la temperatura. Lo mismo ocurre con las emociones: lo que para uno es fuerte, difícil o agradable puede ser distinto para otro.
Validar no niega nuestra experiencia ni nuestra opinión, ni implica que el otro tenga la razón; simplemente comunica: “Puedo ponerme en tu lugar, entenderte y aceptar tu experiencia como real para ti”.
El siguiente paso es nombrar y reconocer las emociones del otro: “Veo que estás muy frustrado” o “Puedo entender que lo que acaba de suceder te haya afectado de esa manera”. Reflexionar sobre las palabras del otro también ayuda a validar: “Lo que escucho es que estás desilusionado porque no recibiste lo que esperabas, ¿es así?”.
Un punto muy importante es no intentar validar y enseñar al mismo tiempo. Si decimos “Entiendo que te sientas así, pero…”, el “pero” invalida todo lo anterior. Es necesario separar la validación del intento de aclarar o corregir, ya que las emociones no son lo mismo que las conductas.
Por ejemplo, si estamos en una tienda y le decimos a nuestro hijo que no vamos a comprar juguetes y empieza a llorar, podemos decirle: “Puedo entender cuánto te molesta que te diga que no y puedes expresármelo”, y al mismo tiempo mantener el límite de no comprar el juguete. Lo mismo ocurre con los adultos: “Veo que mis palabras te causaron dolor y lo lamento. A veces, no estar de acuerdo puede ser doloroso”.
Integrar la validación en el día a día requiere un cambio consciente de perspectiva: dejar de intentar “arreglar” las emociones ajenas para empezar a acompañarlas. Como enseña el trabajo de la Dra. Linehan, validar no significa estar de acuerdo con una conducta ni renunciar a nuestros propios límites, sino ofrecer un espacio seguro donde la experiencia del otro sea recibida con legitimidad y sin juicios. Al evitar el “pero” inmediato y reconocer que la realidad emocional de cada persona es única y válida, transformamos el conflicto en conexión. Practicar esta escucha activa no solo reduce la intensidad del malestar y previene la vergüenza, sino que también fortalece profundamente los vínculos con hijos, parejas y amigos.
La autora es psicóloga.
