Las recientes declaraciones del administrador del Canal de Panamá, Ricaurte Vásquez, ante el Consejo de Gabinete, provocaron una reacción predecible, aunque no por ello menos preocupante: la atención pública se desvió de los verdaderos desafíos económicos hacia la discusión reduccionista de su salario.
Vásquez advirtió que el tráfico por la vía interoceánica podría disminuir como consecuencia del enfriamiento de la economía global. Según sus estimaciones, el crecimiento mundial apenas alcanzará un 2.5% en 2026, muy por debajo del 3.2% o 3.3% previsto a inicios de este año. Esa desaceleración ya impacta directamente el comercio internacional y, por tanto, los ingresos del Canal. La proyección actual es una merma de aproximadamente 400 millones de dólares, en gran parte por una caída similar en concepto de peajes.
La respuesta en redes sociales fue casi inmediata y, como ya es habitual, emocional: “Que el administrador se baje el salario”, repitieron muchos. Es un reflejo de una frustración social legítima —la desigualdad salarial, la sensación de abandono por parte del Estado, los “salarios de hambre” frente a sueldos de élite—, pero también de una profunda confusión sobre cómo funciona una empresa del tamaño e impacto del Canal.
Bajarle el salario al administrador puede ser una consigna catártica, pero no resuelve el problema estructural ni económico que enfrenta el país. Tampoco soluciona los problemas cotidianos del panameño de a pie. El Canal de Panamá es una empresa de clase mundial, cuya operación exige liderazgo técnico, visión estratégica y capacidad para tomar decisiones en contextos complejos y volátiles. Se requiere un perfil que no solo comprenda los flujos marítimos globales, sino que pueda liderar en tiempos de crisis.
¿Estamos dispuestos a que esa responsabilidad la asuma alguien menos capacitado, solo porque cuesta menos? Es una pregunta incómoda, pero necesaria.
En el mundo corporativo y estatal, los salarios de los altos ejecutivos no solo reflejan sus credenciales, sino la magnitud del impacto de sus decisiones. Si se quiere comparar, que sea con seriedad: los directores de canales como el de Suez, o de puertos estratégicos en Asia, ganan cifras incluso superiores. ¿De verdad creemos que administrar el Canal, con todo lo que representa para la economía nacional —alrededor del 6% del PIB y miles de empleos directos e indirectos—, puede hacerse con mentalidad de ahorro salarial?
No se trata de defender a una persona, sino de comprender el valor institucional del Canal. Una entidad que, año tras año, aporta dividendos significativos al Estado panameño, opera con eficiencia, es respetada a nivel internacional y, pese a los desafíos climáticos y económicos, mantiene un estándar de excelencia.
Claro está: la indignación ciudadana es válida. Hay un malestar acumulado frente al costo de la vida, la inseguridad laboral y los privilegios de ciertas élites políticas y económicas. Pero proyectar ese enojo contra una de las pocas instituciones que ha funcionado con eficiencia en las últimas décadas es, cuando menos, injusto. Y cuando más, contraproducente.
Panamá necesita una conversación más seria sobre la distribución de la riqueza, la inversión social, la reforma del Estado y el rol de las empresas públicas. Pero ese debate no puede reducirse a buscar cabezas que cortar en cada crisis. Se requiere madurez ciudadana para diferenciar entre el símbolo y el sistema, entre lo que puede cambiar y lo que debe protegerse.
Insistir en que el Canal se arregla bajando un salario es, en el mejor de los casos, ingenuo. En el peor, es sabotaje disfrazado de justicia.
El autor es máster en administración industrial.

