En las últimas décadas, Panamá ha experimentado un deterioro progresivo de su sistema político-electoral. Lo que alguna vez fue visto como un modelo institucional confiable, especialmente tras las reformas posinvasión que buscaron fortalecer la democracia, hoy se encuentra sumido en una crisis estructural. Esta crisis no es accidental ni coyuntural: responde a decisiones institucionales deliberadas, encabezadas principalmente por las últimas reformas electorales, que han consolidado un sistema dominado por partidos políticos grandes, con estructuras internas cerradas, costosas y vulnerables a la captura por intereses, en algunos casos ilícitos. El colapso del sistema no es solo una percepción ciudadana; es el resultado directo de un diseño institucional que privilegia la concentración del poder, la opacidad financiera y la manipulación de la competencia democrática.
El corazón del problema radica en el diseño y la supervisión del sistema de elecciones internas. Las reformas electorales han creado un modelo que estimula la hegemonía de los partidos políticos grandes, al exigir que sus procesos internos —especialmente las primarias presidenciales— se lleven a cabo mediante elecciones universales entre todos los miembros inscritos. Esta decisión, contraintuitivamente, lejos de democratizar la participación interna, ha tenido el efecto contrario: ha encarecido los procesos de forma tal que solo quienes cuentan con un respaldo financiero robusto —frecuentemente opaco o vinculado a actores al margen de la ley— pueden competir con viabilidad.
Las primarias se han transformado en campañas nacionales en miniatura, donde es indispensable movilizar a decenas, e incluso cientos de miles de inscritos, financiar propaganda, transporte, logística y hasta “incentivos informales”. Este modelo de “elección abierta” sin un control riguroso del financiamiento ha convertido a los partidos en estructuras penetrables por intereses criminales o clientelares, cuya inversión anticipada en una precampaña se convierte en una forma de “captura anticipada” del futuro gobierno.
Sumado a la presión financiera de las primarias, la última reforma electoral ha profundizado el problema al otorgar un control prácticamente absoluto del subsidio electoral a la junta directiva de cada partido, especialmente a su presidente. Este subsidio —que debería ser una herramienta para fomentar la transparencia, la formación política y la equidad— se ha convertido en una caja negra. No existe una regulación efectiva en materia de conflictos de interés, ni mecanismos reales de rendición de cuentas internos, lo que permite el uso discrecional de estos fondos para fortalecer a las facciones en el poder y bloquear cualquier intento de disidencia interna.
Este manejo opaco del subsidio crea incentivos perversos: quien controla la cúpula controla el flujo de recursos, y quien controla el dinero, controla la maquinaria política. De esta manera, se profundiza el carácter patrimonialista de los partidos, transformando las estructuras partidarias en feudos personales antes que en espacios de deliberación y competencia democrática.
A lo anterior se suma una práctica sistemática de manipulación de postulaciones por parte de las dirigencias partidarias. A través del control de las candidaturas a otros cargos —diputados, alcaldes, representantes— las cúpulas pueden premiar lealtades o castigar disidencias, construyendo una red de protección que impide que fórmulas presidenciales alternativas puedan crecer con competitividad. Esta manipulación fragmenta a los opositores, desmoraliza a las bases y vacía de contenido la competencia política.
En teoría, las primarias deberían permitir que múltiples corrientes ideológicas o estratégicas dentro de un partido compitan en igualdad de condiciones. En la práctica, la fórmula oficialista —financiada con el subsidio y respaldada por toda la maquinaria de nombramientos y promesas— domina el escenario, mientras que cualquier corriente crítica es marginada, neutralizada o forzada a la renuncia.
En conclusión, el sistema político-electoral panameño ha colapsado porque ha sido diseñado para cerrarse sobre sí mismo. Las últimas reformas al Código Electoral han priorizado el secuestro del partido por parte de la dirigencia sobre la apertura real y el debate democrático interno; han preferido la imposición de las estructuras partidarias grandes sobre la pluralidad y la competencia. Al imponer modelos de primarias costosos, permitir el uso opaco del subsidio y avalar la manipulación de las postulaciones, se ha contribuido a consolidar una oligarquía política que sofoca cualquier alternativa democrática interna.
Hoy, el ciudadano panameño se enfrenta a una democracia simulada: vota, pero no elige; participa, pero no decide. La solución no pasa únicamente por nuevas reformas legales, sino por una transformación profunda del rol del Tribunal Electoral como árbitro imparcial, una auditoría integral del financiamiento político y una reorganización del sistema de partidos que devuelva el poder a las bases y no a las cúpulas. Sin ello, Panamá seguirá atrapado en un sistema que aparenta democracia, pero reproduce impunidad y exclusión, y que propicia que quien sea electo para gobernar llegue comprometido y contaminado.
El autor es miembro del Partido Panameñista y excandidato presidencial por la libre postulación.

